Treinta años después

FRAGMENTOS DEL CAPÍTULO I

... "De abuela Francisca recuerdo pocas cosas y las que consigo rescatar vienen a mi memoria de una forma vaga. La veo sentada en la sala de estar junto a una mesa  camilla en un sillón de madera y mimbre. A su espalda una enorme puerta de cristales, sólo se abría en verano, que daba al patio en el que se veían toda clase de macetas con flores y un naranjo o limonero en el centro del mismo. Apoyadas en la pared estaban las muletas que utilizaba para poder caminar. Por su edad, su gran corpulencia y el estado de sus piernas precisaba de ellas para desplazarse, a veces también las usaba para tirárselas a alguno de sus nietos cuando la importunábamos demasiado.

Encima de la mesa solía tener una cestilla de palma trenzada, probablemente se la habría hecho el aparcero de Las Bernardas. En ella guardaba la calderilla, un montón de perras gordas y chicas y alguna que otra moneda de superior valor, a la que acudía cuando le hacíamos una visita y se sentía espléndida. Pocas veces llegaría al real lo que depositara en nuestras manos a la hora de marcharnos.

Cuando desayunaba o merendaba lo hacía en un gran tazón lleno hasta los bordes de leche o café con leche con pan migado. Se ponía una servilleta sujeta al escote del vestido, y cucharada a cucharada acababa con el rico contenido del tazón.

No sé si llegué a ver una jaula con un loro que había en esta sala o me lo imagino por la de veces que mamá nos lo contaba. Lo cierto es que el loro no cesaba de repetir dos frases. Cuando tenía hambre decía continuamente:

¡Arroz! ¡Señorita arroz!

La otra frase la pronunciaba cuando oía abrirse la puerta. En ese momento el loro

comenzaba a decir una y otra vez:

—¡A despachar! ¡Señorita a despachar!

Con ello le comunicaba a abuela la llegada de alguien que venía a comprar vino.

El último recuerdo que tengo de ella es del día de su muerte. Ese día alguien se debió despistar y Jesús, Inmaculada y yo fuimos a casa de abuela. Abrir la puerta de la entradita, mirar a la sala que estaba a la izquierda, ver el ataúd y darnos media vuelta para salir corriendo calle Llana arriba dándonos patadas en el culo, se produjo en un espacio de poquísimos segundos."

...

"Próximas las ferias de Cortes de la Frontera y Jimera de Líbar, el primo y yo decidimos acercarnos a ellas para pasar una noche en cada una, ambas coincidían en el tiempo y los dos pueblos estaban bastante cercanos. Así que lo planeamos todo: iríamos andando a Cortes y después a Jimera, allí nos encontraríamos con Curro el fotógrafo y nos volveríamos con él a Gaucín en su seiscientos.

Por la tarde, contando con la aquiescencia de nuestros padres, salí junto con el primo para pasar un par de días de caminata y feria. El camino de Cortes fue el sendero que escogimos para ir al pueblo del mismo nombre. Creo que ninguno de los dos jamás habíamos andado más de quinientos metros por dicho camino, yo, seguro que no, el primo, tal vez. Con algunas que otras viandas y una camiseta o camisa limpia en nuestras mochilas y vestidos para la ocasión, ropa que no nos estorbase mucho para caminar y que por la noche no desentonase demasiado en la feria, echamos camino de Cortes abajo hasta llegar al río Guadiaro y subimos ladera arriba para alcanzar el campamento del Frente de Juventudes donde pensábamos dejar nuestras cosas para irnos a la feria y de madrugada, volver a pernoctar allí. No pudimos quedarnos en el campamento, pero nos informaron que sí lo podíamos hacer en el albergue juvenil que estaba en el mismo pueblo, así que bajamos al pueblo y nos instalamos en el albergue. Nos dimos una ducha, nos maqueamos lo mejor que pudimos y nos fuimos a la feria a bailar cuatro pasodobles o lo que se terciara.

A la mañana siguiente emprendimos el camino de Jimera de Líbar. Al pasar de nuevo el río Guadiaro, esta vez bastante más al norte, nos dimos un chapuzón y comenzamos a subir cuestas hasta llegar al pueblo. Llegamos a media tarde y, en una fuente que había a la entrada, nos paramos para refrescarnos, tomarnos un bocado y hacer tiempo hasta que empezase el baile. El aspecto que teníamos no debió gustarle mucho a los lugareños porque al poco rato de encontrarnos allí se presentó la pareja de la guardia civil.

Primero nos observaron de lejos, después se acercaron a nosotros haciéndonos preguntas banales y por último nos pidieron que nos identificásemos.

Que yo recuerde, tampoco debíamos tener tan mala pinta, íbamos con pantalones vaqueros, una camiseta y, para protegernos del sol, llevábamos gorras, si bien el primo llevaba debajo de la gorra un gorrito de tela con unos lunares rojos que le había prestado Peluza, y que, según nos dijeron después los civiles, a alguna de las bienintencionadas mujeres que fue a avisarles le debió parecer sangre, por lo que automáticamente dedujeron que tenía una herida en la cabeza.

Al pedirnos el carnet comenzaron a trocarse nuestros planes, yo no lo llevaba encima, el primo sí y se lo entregó. El que hacía de jefe de la pareja comenzó a escudriñar el carnet y cuando le dio la vuelta, frunció el ceño y mirándonos con no muy buena cara nos dijo:

—Nos vais a tener que acompañar al cuartel.

—¿Por qué motivo? ¿Qué es lo que pasa? —nos atrevimos a preguntar.

—Este carnet tiene algo raro —dijo el de los galones— no me extrañaría que fuese falso.

—¿Falso? ¿Por qué? —Preguntó el primo con la mosca detrás de la oreja. —Porque aquí dice que tú te llamas Teodoro de Molina —dijo mirando fijamente al primo— y resulta que la calle donde vives también tiene el mismo nombre.

El primo vivía en la calle Llana, calle Teodoro de Molina, justo una puerta más abajo de la casa de la abuela.

A mí, desde que siendo pequeño un guardia civil me invitó a retirarme de un lugar con una pedrada en el costado, me ponía nervioso la presencia de la pareja y en una situación como ésta, mis nervios fueron en aumento. En las “despejadas” mentes de la benemérita no entraba, por mucho que se lo tratásemos de explicar, que la coincidencia en los nombres era debido a que éramos nietos del personaje que daba nombre a la calle, y en mi mente no entraba que una cosa tan sencilla no entrase en las suyas. Lo lógico hubiese sido deducir que tal coincidencia era motivo más que uficiente para pensar que éramos gente de bien, al menos en la teoría, pero ¡qué va! No tuvimos más remedio que acompañarlos al cuartel y allí, ante el comandante de puesto, se volvieron a repetir las mismas preguntas y las mismas explicaciones, hasta que por fin, ante nuestra insistencia, se decidieron a llamar al cuartel de Gaucín donde nos identificaron como quienes éramos. No se quedaron muy conformes y tuvimos que esperar hasta que llegó Curro el fotógrafo, cuya llegada les habíamos anunciado con anterioridad, que ya nos identificó en persona y por fin pudimos salir del cuartel e irnos al baile que se celebraba en la plaza del pueblo.

Allí estuvimos bailando, siempre bajo la inquisidora mirada de la guardia civil que no nos quitó ojo de encima en toda la noche. De madrugada nos montamos en el seiscientos de Curro y volvimos a Gaucín.

Al poco tiempo me llegó una multa de 50 pesetas por indocumentado. Jamás he vuelto a salir de casa sin llevar el carnet en el bolsillo o en la cartera."

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