Treinta años después

FRAGMENTOS DEL CAPÍTULO XIV

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"Cuando el tiempo no acompañaba, bien por el calor o por el frío o la lluvia, unos se metían en el bar de Antonio “el Zorrito”, otros se iban al casino y otros acompañaban a Nicolás dentro de la talabartería. Mientras Nicolás estaba en su faena, arreglando albardas, harmas u otros de los aparejos con que se vestían a las caballerías, el grupito que lo acompañaba mantenía su conversación sobre tal o cual tema en la que solía participar Nicolás. Si estaba de buen humor y con ganas de parloteo, todo el mundo tenía cabida en su taller, si el humor no era el mejor o tenía mucho trabajo que hacer pronto nos estaba poniendo en la puerta de la calle, sobre todo los más jóvenes éramos los primeros en ser despachados sin ningún tipo de contemplaciones.

A mí me gustaba estar dentro de la talabartería más que por oír y participar en las tertulias por ver la destreza con la que Nicolás iba sacando de la nada cada una de las piezas que formaban el hato de una caballería. Me encantaba ver cómo cosía o bordaba a máquina los adornos que quedarían sobre los mandiles y los atajarres, o cómo iba rellenando de paja gruesa y dándole forma a las piezas que tenían volumen. Ver cómo trabajaba con distintos materiales y cómo al final conseguía con gran perfección la pieza deseada. Aquello era un arte más que un trabajo manual.

Desde chico me llamaba la atención el trabajo artesanal que, por aquellos tiempos, había en abundancia en Gaucín. Cuando tenía un rato libre me iba a ver como los maestros artesanos hacían su trabajo. Lo mismo me daba la carpintería de Fajardo que la de Alvarado, la herrería de tío Eloy que la de su hermano Edmundo, la zapatería de Manolo “el de la Estación” o la de Montenegro, la fragua del “Chato” o la de José el gitano. Si la actividad se realizaba en plena calle también me gustaba, como a tantos otros, ser espectador de primera fila: las capaduras de cerdos del padre de Gavilán —Sebastián “el Capaor”— en la Plazoleta, la esquila de los burros por el “el Fino” o por “Piché” en la Tenería o en el Portezuelo y los trabajos de albañilería de Pepe Delgado o de Cristóbal “el Benarrabicho”.

Además de actuar como mirón también estaba deseando que alguno de ellos me invitase a que le ayudara aunque fuese en la cosa más mínima. Lijar una madera en la carpintería, darle a los fuelles de la fragua, sujetar la pata de un caballo haciendo un bucle con su cola que pasaba por el casco para que al moverla no molestara al herrero a poner la herradura, intentar formar un cabo a base de cáñamo y sebo para que después el zapatero lo deslizara suavemente sobre la lezna que atravesaba la suela de goma y el cuero con el que estaba haciendo unos botos o unas albarcas, llevar un cubo de mezcla o remover ésta con el rodillo, en fin cualquier cosa con tal de sentirme útil y ganarme de algún modo el tiempo de aprendizaje que estaba echando y de paso el afecto del maestro.

Los recuerdos de aquello me vienen a la mente a través del oído y del olfato tanto como a través de la vista. Cada taller tenía sus ruidos y sus olores inconfundibles. El golpe seco del martillo sobre el punzón de acero para abrir los agujeros a las herraduras, seguido del tintineo del martillo contra el yunque mientras le daban forma;  el olor a carbón  y su chisporreteo al insuflarle el aire con los fuelles en la fragua; la mezcla de olores a cuero, goma, pegamento y betún en la zapatería; el inconfundible olor a madera fresca cuando la sierra iba cortándola o el silbido del cepillo al deslizarse sobre la madera para comenzar a refinarla; el desesperado gruñido del cerdo al sentir que iba a perder sus partes; el tintineo de las tijeras del esquilador mientras iba dibujando, que digo dibujado: esculpiendo, con una perfección de tallista un pez o cualquier otra marca propia en la culata del burro que acababa de esquilar.

De estas vivencias y de la actitud que siempre vi en papá respecto al arreglo de cualquier chapú en la casa supongo que vendría mi posterior afición a lo que hoy llamamos bricolaje."

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" Cada bar tenía sus peculiaridades y sus especialidades. El de más solera era el de Antonio Molina, antes había sido el local del casino del pueblo y era muy amplio. Tenía un cancel con puertas de cristales que daba acceso a la barra y al salón, de éste se pasaba a una terraza con vistas a la carretera y, al fondo, los montes de Cortes. En verano era el lugar ideal para tomarte una cervecita al fresco.

Las mesas, con su parte central de mármol y los bordes de madera en la que estaban incrustados ceniceros metálicos, ocupaban la casi totalidad del salón, también existían unos veladores de mármol que se utilizaban en el salón o, en caso necesario, se sacaban a la terraza. En las paredes había abundantes y muy grandes espejos que daban al salón una sensación de mayor amplitud.

Con el bar abarrotado, los niños nos sentábamos a escondidas en el hierro que había para poner los pies delante de la barra para ver los miércoles “Misión Imposible” o los jueves “El Fugitivo”, hasta que aparecía Clemente y nos echaba con cajas destempladas. Si nos echaban de allí nos íbamos al casino para intentar seguir viendo la serie, pero allí lo teníamos aún más difícil.

El golpeteo de las fichas de dominó sobre el mármol era un sonido habitual a casi todas las horas del día. Si se jugaba a las cartas Antonio o Clemente, que era el camarero, traía la baraja con un paño de fieltro verde que se ponía sobre el mármol para ayudar al deslizamiento de los naipes, su mejor manejo y evitar un pronto deterioro. Los juegos más comunes eran el tute, el subastado, la ronda y el rabino.

A las cartas era costumbre jugar por las tardes, la ronda se jugaba a la hora de la cerveza pues el pago de la convidá era lo que se jugaba. El subastado y el rabino eran típicos de las primeras horas de la tarde, en ellos se jugaba una cantidad módica que podía oscilar entre la peseta del pase en el rabino y un duro el rabino o el plato en el subastado. En el tute también se jugaba lo mismo que en la ronda pero se podían ver parejas de hombres jugando a cualquier hora del día. Papá se jugaba el chiquito de la mañana con Antonio Molina todos los días que iba.

Papá tenía una gran amistad con Antonio y éste además era pariente de mamá —a veces lo nombrábamos como tío Antonio—, por lo que yo hasta que no tuve los dieciséis o diecisiete años no iba al bar a jugar a las cartas o a tomarme mis primeras cervezas. Alguna vez había ido y Antonio Molina me miraba con una cara como queriéndome decir: «Tú no tenías que estar aquí». A esas edades era peligroso ir a tomarte algo a un lugar público, pues si te veía algún conocido se lo podía chivar a papá y la regañeta era de órdago."

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