The Avenue

(Verano en Dublín)

21. LIBROS

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        Por aquella época leía todo lo que caía en mis manos, literatura de todo tipo. Sabiendo que iba a ir a Irlanda quise leer algo relacionado con el país o, al menos, alguna novela de un autor Irlandés. Opté por leer a Joyce, pero en vez de darme a la lectura de su Ulysses, que se me representaba como demasiado para mí, me incliné por otro de sus libros. Uno de relatos, más asequible y en el que hace una descripción aproximada de los dublineses de principios del siglo XX. En un país de tradiciones y costumbres tan arraigadas, y con una idiosincrasia tan característica, tampoco habría mucha diferencia entre los habitantes de una y otra época, pensé, aunque entre ellos mediase algo más de medio siglo. Así que, a pesar de todas las recomendaciones que me habían hecho, me decidí por Dubliners —bien que en una traducción de Cabrera Infante—. Uno de los muchos libros de aquella colección de finales de los sesenta, tan fatalmente encuadernada, de RTVE; en ocasiones pasabas de un relato a otro y no sabías bien si estabas leyendo el de Jimmy Doyle  (Después de la carrera) o el de Lenehan y Corley (Dos galanes); y tenías que ver el paginado del libro para volverlo a recolocar todo en su sitio y así poder mantener el hilo de la historia que dejaste a medio concluir la noche o la tarde anterior.

Lo consideraba más apropiado para un iletrado como yo y que iba a convivir con los habitantes de la capital irlandesa durante un verano. En algo me ayudaría, pensaba. Después comprobaría que, salvo algunos personajes a los que conocí que son intemporales y pueden existir en cualquier momento de la historia, lo que leí con lo que viví poco tenía que ver.

 

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En un pequeño macuto, formando parte de mi escaso equipaje, iban un par de diccionarios bilingüe, el libro de Joyce junto con “Cien años de soledad”, “El romancero gitano”, unos evangelios y hasta una edición del Quijote de Austral, con una encuadernación casi tan mala como la de “Dublineses”. Como decía, era ese tiempo en el que leía todo lo que caía en mis manos. Lo hacía con voracidad y aunque estos ya los había leído en parte o en su totalidad, creía que me vendrían bien por si la melancolía se apoderaba de mí en las tierras irlandesas. Releer a Lorca siempre te hacía vibrar y acercarte a lo más profundo de la poesía y a tus raíces, del Quijote —aunque no lo había leído completo— siempre se sacaba alguna enseñanza lo abrieses por donde lo abrieses y García Márquez te transportaba a otros mundos fantásticos e inimaginables.

Durante mi estancia en casa de los O’Connor en más de una ocasión le leí a Greg algún párrafo del libro de García Márquez o del Quijote y más de uno de los romances de Lorca —quién me iba a mí a decir que, con el transcurso de los años, iba a terminar fusionando, en cierto modo, ambas obras, la de Cervantes y la de Lorca, haciendo mi particular versión del Quijote en romance—. No sé si se enteraba de algo, pero el muchacho siempre ponía cara de agradecido y al terminar me obsequiaba con un característico “olé”, como si hubiese sido espectador único de alguna suerte del toreo con la que muchos extranjeros, entre ellos Gregory, asimilaban todo lo español.

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