Treinta años después

FRAGMENTOS DEL CAPÍTULO VI

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"Una vez “acomodados” en nuestros respectivos asientos, cada uno comenzaba con su tarea: los que aún no habían aprendido las primeras letras, haciendo palotes en sus pizarras o libretas, cuando habían aprendido a hacerlos derechos y de un tamaño y separación adecuados comenzaban a dibujar redondeles para después ir intercalándolos con los palotes; los que formaban el siguiente grupo, haciendo muestras de letras o sílabas, que previamente don Juan había escrito en el primer renglón de la primera hoja en blanco de la libreta,  empezando por las vocales, siguiendo por la eme, la te y así sucesivamente, otros hacían muestras de frases o de números y los que eran capaces realizaban el cálculo y los problemas que estaban en la pizarra. Mientras cada uno llevaba a cabo, o lo intentaba, su tarea de escritura o cálculo, don Juan empezaba a llamarnos uno a uno a su mesa para darnos de leer:

—La eme con la a  ma, la eme con la e me...

Uno de los más pequeños se empeñaba en llevar la contraria a don Juan, cuando éste le preguntaba:

—¿La eme con la a?

Él respondía con la toda la sonoridad que el fonema permitía:

—¡Ra!

Don Juan volvía a repetirle la pregunta haciendo hincapié en la letra eme, él, impertérrito, volvía a responder:

—¡Ra! ¾seguro que ese pequeño, con el paso del tiempo, terminaría siendo un gran contestatario.

En otra ocasión, don Juan le presentó una hoja de la cartilla en la que se veía a un niño pequeño lamiendo un caramelo y bajo el cual estaba la leyenda «nene», mi compañero a la hora de leerlo, sin inmutarse y ante la impotencia del maestro, repetía silabeando una y otra vez:

—¡La-me! ¡La-me! —don Juan lo mandaba a su sitio diciéndole:

—Usted llegará a dar con la cabeza en un pesebre —o—: Usted llegará a ser alguien en el comercio como “el Bizco Pardá”, con las manos metidas en aceite hasta los codos —”el Bizco Pardá”, de nombre José, era el dueño de un pequeño comercio de ultramarinos situado en la calle los Bancos en el que los niños nos parábamos para comprar algunas chucherías cuando íbamos o veníamos de jugar al fútbol en el Portezuelo. Lo más característico de aquella tienda era el fuerte olor a bacalao y arenques que se notaba nada más traspasar el umbral de la puerta.

Cuando el trabajo se le acumulaba, porque era interrumpido con demasiada frecuencia por uno u otro motivo, echaba mano de algunos de los mayores que iban a los bancos de los pequeños para dar de leer o los llamaban a sus sitios y allí lo hacían. Así fuimos iniciándonos en el arte de las letras y los números hasta alcanzar el grado de conocimiento suficiente para poder gozar de una cierta autonomía y convertirnos en protagonistas de nuestro propio aprendizaje. Otras veces, sin que don Juan tomase parte en ello, alguno de nosotros mismos trataba de cumplir con la obra de misericordia de «enseñar al que no sabe».

Estaba Carmelo que, autodidacta él, nos trataba de enseñar a los demás a escribir con la siguiente regla:

—Un bastón, otro bastón y otro bastón, un redondel y la mano; un bastón, otro bastón y otro bastón, un redondel y la mano —tras lo cual nos leía con una alegría indescriptible la palabra «mamá», escrita en caracteres script."

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"Para que la salida fuese lo más serena posible, cuando no había leche,  don Juan preparaba su propia estrategia. Un momento antes de la hora del recreo, las once y media,  decía con voz potente:

—¡Godino, a la puerta! ¡Antoñito, da la voz!

José Godino, que era probablemente el más fuerte de la clase y uno de los mayores, se levantaba de su pupitre y bajaba las escaleras a toda prisa para colocarse en la puerta de salida de la escuela y vigilar que bajásemos como «seres civilizados y no como cabras». Godino se aprovechaba de su posición de privilegio y a aquellos que formaban mucho jaleo y que no podían hacerle sombra en el aspecto físico les daba cogotazos o coscorrones conforme iban alcanzando la puerta, otras veces ni siquiera se quedaba en la puerta y salía corriendo para llegar el primero al lugar en el que había quedado con sus amigos para jugar a las bolas o a aquel juego que según la época del año tocase.

Una vez Godino se había bajado, Antoñito Bautista, que en contraposición con Godino era el más pequeño de la clase, se subía a lo alto de un pupitre y daba la voz:

—¡A las doce aquí! —Gritaba con voz atiplada y toda la fuerza que le permitían su garganta y pulmones.

Si al bajar los primeros, nos apercibíamos de que Godino no estaba en la puerta, la bajada de las escaleras era corriendo a todo correr, atropellándonos unos a otros. Era milagroso que en esas circunstancias no se produjera algún grave accidente fruto de las frecuentes caídas que se producían bajando las escaleras, pero el que se caía se levantaba como si tuviese un resorte, lo importante era estar cuanto antes en la calle para correr, saltar, brincar y sobre todo jugar.

Cuando nos encontrábamos en la calle nos íbamos juntando en grupos más o menos numerosos según el juego al que se iba a dedicar la media hora larga que teníamos de recreo. Unos se ponían a jugar a las bolas, otros al «pilla, pilla» o a «tú la llevas»; había quienes se acercaban a una pared para jugar a los cartones, si la pared tenía zócalo, éste se utilizaba para jugarse las pocas perras que se tenían a la «cuarta pared», eran muchos los que jugaban a los carabineros, la «raya Francia» o a «policías y ladrones» Los que lo hacían a esto último daban varias veces la vuelta al circuito formado por la calle del Convento, cuesta del Pino, el Pino, la Plazoleta y de nuevo la calle del Convento, o en sentido contrario. «A la una la mula», «Me las estiro» y «El salto la papa», también eran otros de los juegos a los que podíamos dedicarnos junto con el inevitable partidillo de fútbol para el que se utilizaba una pelota hecha con papeles y cartones liados o en el mejor de los casos con una pelota de goma que normalmente quedaba embarcada en uno de los balcones de las casas de la calle, lo que conllevaba el ruego a la dueña de la casa para que nos la devolviese. Unas veces teníamos éxito en nuestra petición y otras el dueño de la pelota, el más interesado en su recuperación, tenía que recurrir a lloriqueos y peticiones más vehementes con el fin de conseguir que se la devolvieran. Cuando oíamos las doce en el reloj del ayuntamiento nos daban las prisas por acabar el juego en el que estábamos afanados para una vez terminado, con la parsimonia del que tiene pocas ganas de volver a las tareas escolares, comenzar a dirigirnos a la escuela entre voces de:

—¡A la escueeeeela! ¡A la escueeeeela! —Voces dirigidas a los más rezagados que aún venían subiendo la cuesta del Pino o a los que no habían doblado la esquina de la Fortuosa.."

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