Teodoro Martín de Molina
 
LA CONFESIÓN
 

−A

ve María Purísima.

     ―Sin pecado concebida.

     ―Padre, me acuso de haber pecado contra el sexto y noveno mandamientos.

     ―A ver, a ver, ¿Qué es eso, Francis? Ya te he dicho muchas veces que a  tu edad no todo aquello que aparentemente es pecado contra esos mandamientos lo es. La fuerza de la naturaleza tiende a salir de alguna manera. Es peor que se mantenga en tu interior de un modo malsano, ocupando todo tu pensamiento y te lleve a acciones que son mucho más execrables que el simple hecho de dar cierta libertad a los instintos que tus fogosos años te piden.

     ―Sí, padre, pero es que esta vez hay una muchacha de por medio, y su sola presencia hace que tiemblen todos los cimientos de mi vocación, de mi fe en el camino que Dios me ha marcado según el designio que me tiene guardado, que no es otro que el de servirle del mismo modo que usted lo hace, siendo ejemplo para todos de pobreza, obediencia y castidad. Este último aspecto temo mucho que se va por el desagüe de mi voluntad cada vez que me cruzo con ella, cada vez que me sonríe, cada vez que me dirige la palabra aunque sólo sea para saludarme. Pero es que no sólo me saluda, padre, es que también me hace preguntas comprometidas ante las que me veo en la tesitura de actuar como un maleducado o responder con evasivas y medias verdades para que no llegue a descubrir lo que desde no sé qué parte de mi cerebro u otra glándula me incita a que el instinto animal que todo hombre lleva dentro me aflore. Y, además, pienso que todos mis esfuerzos resultarán vanos porque desde el momento en que tengo delante de mí su rostro angelical y su figura virginal mi cabeza no para de sacudirme el corazón, y el estómago se me quiere salir de su sitio, las palabras no me acuden en modo ordenado a la boca y digo tonterías por tratar de evadirme de su mirada y de sus insinuaciones, en fin padre, pienso que mi fuerza de voluntad está por los suelos y si hasta el momento sólo he pecado de pensamiento, no debe estar muy lejano el día en que lo haga de palabra y de obra, pues pienso que es eso lo que ella pretende: hacerme caer en el pecado después de que me ha estado martirizando con sus tentaciones siempre que ha podido. Y yo quiero ser sacerdote, padre, un sacerdote santo y todo esto que me está pasando con esa muchacha o me lleva a los altares o me terminará hundiendo en el abismo donde habita el enemigo de Nuestro Señor y de todos nosotros, sus fieles seguidores…

El seminarista seguía y seguía hablando de sus pecados relacionados con la concupiscencia de la carne, pero ya el sacerdote no lo oía. Su pensamiento, llevado por las palabras del adolescente, lo transportó a la época en la que él pasaba por situaciones parecidas a la del muchacho aspirante a cura. Por unos instantes su cuerpo reverdeció, volvió la confusión a su mente y el espíritu entró en zozobra como muchos años atrás cuando se topaba con el rostro de Estrella, Estrellita como la conocían todos en su pueblo. Fulgente como su nombre, con profundos luceros negros en vez de ojos que desprendían una pícara mirada a la que acompañaban sus sensuales labios, dientes blancos y roja lengua que se dejaban ver entre la neblina de las minúsculas pompas de saliva que invitaban a beberlas. Pómulos sonrosados y, siempre, un rebelde mechón de su rizado cabello que se empeñaba en ocultar una parte de su rostro angelical, como acababa de oír de boca del seminarista.

Treinta años de sacerdocio no fueron obstáculo para revivir por unos segundos, tal vez varios minutos, las experiencias de aquel joven seminarista que fue, peleándose contra sus sentimientos, sus deseos y tentaciones, parecidas a las expuestas por Francis con espontáneas y sinceras palabras. Su actitud, su devanarse los sesos para tratar de encontrar un punto de salvación, buscando la forma adecuada de flanquear los obstáculos que la joven de figura virginal intentaba poner en su camino hacia el sacerdocio. Y recordó su pecado, sus pecados, de pensamiento, palabra y obra, por acción y omisión. Más que ningunos estos últimos, por no atender en todo a las solicitudes de Estrella.

−Padre, y no sólo es eso, sino que en cuanto puede me da en las narices con alguno de los veraneantes que pasan unas semanas junto a nosotros. Y me asaltan los celos, y con ellos los peores sentimientos contra el muchacho que la acompaña, que un día es uno y al siguiente es otro. Así voy añadiendo faltas y pecados al primero y origen de todos los demás.

Estrellita, Estrella. Tentadora y veleidosa donde las hubiera. El pecado de omisión es uno de los más graves aunque de los que menos nos confesamos porque no siempre somos conscientes de él, y Estrella lo vio muy claro. Además, cuando comprobó que no dejó de asistir a la misa de ocho de cada día, no perdió más el tiempo en romanticismos platónicos y pronto comenzaría a pasear con el que sería su primer novio, un joven estudiante de derecho que veraneaba en casa de sus tías todos los años. En Navidades se enamoró del primo de un amigo común que estudiaba medicina en la capital, un romance corto pero tempestuoso. Durante la misa del Gallo los pudo observar más atentos a sus cuerpos que a la celebración. En el verano siguiente, el lugar del futuro médico fue ocupado por un joven registrador que llegó al pueblo para sustituir al titular durante el mes de vacaciones. Fue recordando el rosario de conocidos, pretendientes y novios con los que su perturbadora Estrella, Estrellita, de aquel verano previo a recibir las órdenes menores, le vino a dar a entender que si no era él podía ser otro cualquiera. Después vendría su matrimonio con el hijo de un conocido hacendado de la comarca, los primeros hijos, el posterior divorcio. Un nuevo marido, en esta ocasión un juez de instrucción, nuevos hijos, nuevo divorcio y un sinfín de episodios que al evocarlos hicieron que volviese a mirar su sotana, la misma de siempre, no recordaba el tiempo que llevaba a su lado, ceñida a su cuerpo. Con ella había tratado, y casi diríase que conseguido, ser fiel al primer amor que sintió en su vida y que no fue otro que seguir los pasos de Cristo.

     −Ego te absolvo peccati tui, in nomine Patri et Filio et Espiritus Sancti.

         »Anda, reza un padrenuestro y tres avemarías y vete en paz.

Mientras le daba la absolución a Francis, se vio a sí mismo en el pasado y vio al muchacho ocupando su lugar en el futuro. Por un momento intercambió los papeles y la posición de cada uno de ellos. Lo conocía desde la pila bautismal y su propia experiencia, a pesar de todo lo que conllevaban los nuevos tiempos, le susurraba al oído que ante sí, de rodillas, tenía a un futuro sacerdote, quizá no santo pero buen sacerdote, que con el paso del tiempo se vería en una situación parecida a ésta por la que él estaba pasando en ese momento, lo cual le llenaba de un gozo paternal.

 

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