Teodoro Martín de Molina

LA VIDA Y LA MUERTE
  
La lluvia de la madrugada no había cedido. Las primeras claridades se dejaban ver por entre los visillos del balcón de la alcoba donde Manuel esperaba a que Ana volviese del baño.
Ella había recogido la primera orina de la mañana en un botecillo de cristal. Como le dijo el médico, por la noche lo había hervido convenientemente para eliminar todos los posibles gérmenes. Lo traía en la mano izquierda, mientras con la otra mano se alisaba descuidadamente el cabello. Manuel la observó al entrar. Las enaguas de nailon, que le habían regalado sus parientes de Alemania, dejaban ver en transparencia insinuante la bonita figura de Ana.
Con un gesto la invitó a meterse de nuevo entre las mantas. Ella le hizo un pícaro guiño señalándole el despertador. En los fosforescentes dígitos de la esfera se podía ver perfectamente que ya eran más de las seis.
No insistió Manuel. De un salto dejó la calidez del lecho y se abrazó a la de Ana. Tomándola por la cintura depositó sus labios sobre la sonrojada mejilla de su mujer.
La noche anterior habían hecho el amor con la misma intensidad y con la misma intención que llevaban haciéndolo desde hacía tres años, desde el primer día en el que se declararon amor eterno delante  del juez. Desde entonces estaban buscando su primer hijo.
Esa mañana Ana estaba más pendiente del bote en el que llevaba su orina para que la analizara el farmacéutico de la Plaza de San Martín, que de los requerimientos amorosos que le hacia su marido.
Manuel, en cierta manera, agradecía el rechazo de su mujer. Hoy tenía un día difícil en la fábrica. La huelga de las empresas del transporte estaba provocando el desabastecimiento de los materiales imprescindibles para el funcionamiento de la cadena de montaje de su fábrica. Los patronos de ésta ya habían hablado también de echar la cortina con lo que el efecto dominó estaba a punto de empezar a hacer caer una ficha tras otra. Manuel junto con el resto de compañeros del comité debía recorrer esa mañana todos los puestos de la fábrica informando a los compañeros de las últimas directrices emanadas de la ejecutiva del sindicato. Al acabar el trabajo la tarde anterior, en la reunión en la sede central habían dado órdenes concretas sobre la actuación de los trabajadores si la patronal, argumentando la falta de algunas piezas en el montaje, cerraban la cadena de producción, hecho que se daba por seguro. Muchos de los compañeros de trabajo estaban adhiriéndose a las tesis mantenidas por la patronal y si querían que estas no triunfasen tenían ante sí un trabajo arduo que hacer con todo el personal.
La fabrica, la ciudad y el país entero eran un hervidero de rumores que a nadie dejaba tranquilo a pesar de la confianza que el mundo obrero tenía en la fuerza y el carisma del presidente de la república. Había que luchar contra los intereses de la clase acomodada, contra la burguesía y, sobre todo, contra algunos sectores del ejército y de todo el aparato de la seguridad del estado, todos empeñados en echar por tierra el esfuerzo socializador del programa del partido.
En la cocina tomaron juntos el desayuno. Manuel recogió el maletín en el que Ana le había colocado la fiambrera con los alimentos que tomaría durante la hora del descanso en la fábrica.
Al despedirse del marido en el rellano, le dijo que iría a esperarlo a la hora de la salida. En lo más íntimo de su corazón esperaba darle la noticia de que ¡por fin!, ya estaba en camino el hijo que tanto anhelaban.
Se quedó arreglando el dormitorio, recogiendo la cocina, barriendo y limpiando el polvo del saloncito. Sobre la mesa vio el paquete de tabaco de pipa que Manuel fumaba. “Se ha ido sin él”, pensó Ana. “Hoy no podrá fumarse su pipa de después de la comida”. Se lo imaginaba con un cierto malhumor por no poder aspirar y expulsar con una continuidad casi imposible el humo de su cachimba, quizá echara un pitillo de alguno de los compañeros para matar el gusanillo.
Estaba haciendo lo de todos los días. Hoy también hacía tiempo para en cuanto abriese la farmacia estar en la puerta y entregarle a don Federico, el farmacéutico, el bote con la orina de la mañana para que le hiciese el test del embarazo. Después de dejar la orina en la farmacia volvería a la casa y empezaría a tricotar un nuevo jersey para el futuro bebé.
Ya tenía cinco de ellos guardados en el armario de su dormitorio. Los había tejido en cada una de las cinco ocasiones en las que con anterioridad se había hecho la prueba del embarazo. Aunque en todas ellas el resultado había sido negativo, nunca había dejado de tricotar lo que había comenzado por la mañana.
Los ovillos de lana los tenía preparados en la canastilla de la costura. Los había comprado de dos colores, dependiendo de su intuición utilizaría el rosa o el celeste. Los que tenía guardados eran dos azules y tres rosas.
Cuando abrió la farmacia ya estaba ella esperando para entregar la orina. Tendría que regresar a por el resultado antes de que cerrasen por la tarde. La espera, como siempre, se le haría interminable. Decidió dar un paseo por la avenida principal y recorrer los comercios, sobre todo haría parada extensa en las tiendas que se vendían productos para bebés. Las cunas, los cochecitos, los peluches, todos los útiles para el aseo, estaban perfectamente ordenados en una tienda que hacía esquina con la calle de los bancos. Dentro pasó buena parte de la mañana preguntando por los más mínimos detalles de cada uno de los aparatos por los que se interesaba –que eran casi todos−. Junto a ella pasaron muchas jóvenes embarazadas. En unas, apenas se les notaba la barriga todavía, otras parecían estar próximas a dar a luz, la mayoría iban acompañadas de las que parecían ser sus madres, quizás la suegra, que las aconsejaban sobre lo más conveniente en cada caso. Ella, disimuladamente, no perdía detalle de las conversaciones entre las mujeres y de éstas con las dependientas. Tenía que ir aprendiendo para, si llegaba la ocasión, tener una mejor idea de qué comprar. No lo compraría en aquella tienda, sus precios se escapaban a su humilde presupuesto, pero no estaba mal tener una idea de qué comprar y conocer los precios que ella no pagaría. Observaba cómo las embarazadas se pasaban suavemente la mano por el vientre, ella instintivamente hacía lo mismo en el convencimiento de que en aquella ocasión el resultado iba a ser positivo. Cuando lo pensaba le daba un vuelco el corazón y en el estómago se le formaba un guirigay de jugos que le hacían volver a la realidad. Se le acercó una de las dependientas preguntándole si le podía ayudar en algo, entonces miró al reloj colocado sobre el mostrador y se dio cuenta de que habían pasado más de dos horas desde que entrase en el comercio, consideró que era el momento de abandonarlo y dándole las gracias a la dependienta traspasó la acristalada puerta flanqueada por escaparates con multitud de prendas infantiles. Antes de alejarse del lugar sus ojos se quedaron prendados de un trajecito de marinero con un gorrito como los que usaban lo sobrinos de Donald en las películas de Disney. Con esa imagen se dejó llevar por la muchedumbre dándole vueltas a la cabeza sobre el resultado del test que por la tarde le daría el farmacéutico.
Pronto estaba subiendo las escaleras que la llevaban hasta el departamento con la letra E del tercer descansillo. Al traspasar la puerta olió a Manuel, su olor, su aroma, era inconfundible, y lo llamó con voz entrecortada, no era normal que a esa hora estuviese allí. No recibió respuesta, lo que la tranquilizó. Al entrar en el baño comprobó que se había dejado el bote de la loción de afeitar abierto, de ahí provenía el olor al marido. Lo tapó con cuidado. Antes de hacerlo derramó unas gotas en su mano izquierda que la acercó a la nariz para sentir al esposo más cerca de lo que ya lo sentía de por sí. Se lavó las manos. Entró en la cocina y recalentó un poco de sopa del día anterior mientras preparaba una ensalada con verduras y algo de fiambre. Tras el frugal almuerzo se sentó en el saloncito. Sacó la lana y comenzó a tejer unos patucos de color celeste. Cuando terminó el primero del par, pensando en el niño que tanto deseaban y en el marido al que tanto amaba descabezó un sueño de unos pocos minutos, suficientes para que se volviese a sentir fresca como por la mañana. Se refrescó la cara y se alisó los cabellos antes de partir de nuevo hacia la farmacia para recoger los resultados, después se acercaría hasta las puertas de la fábrica para esperar la salida del marido.
La expresión de don Federico lo delataba: “En esta ocasión el resultado es positivo”, parecía leerse, entre signos de admiración, en el sonriente rostro del boticario. Ana recogió el sobre con los resultados, puso sobre el mostrador los pesos correspondientes y con una inclinación de cabeza y el rubor en el rostro abandonó la farmacia convencida de que esta vez, sus deseos se iban a cumplir.
Al abandonar la farmacia una tormenta de primavera austral se desató con toda su fuerza. Ana se resguardó en el portal de una vivienda contigua y allí, con parsimonia pero con todos los nervios del mundo recorriéndole el cuerpo de arriba abajo, abrió el sobre y comprobó que el rostro del farmacéutico no la ha había engañado. ¡¡Estaba en cinta!! ¡Dentro de siete meses alumbraría al primero de sus hijos! Tenía a correr a decírselo a Manuel.
La farmacia se encontraba a medio camino entre su piso y la fábrica. Eran cinco minutos los que se tardaba en llegar a un sitio o al otro. Dudó entre volver a casa y esperar al marido allí para darle la sorpresa o encaminarse a las puertas de la fábrica y aguardar la salida y juntos recorrer bajo la lluvia el trayecto hasta el hogar disfrutando de la más maravillosa noticia que en todas sus vidas habían tenido. Instintivamente se miró el vientre y creyó verlo más abultado que aquella misma mañana. Se acarició la tripa por encima de la falda y notó como si de su cara se desprendiera un fulgor casi celestial, ese que se ve en los pulidos rostros de los angelitos que, alrededor de sus pies, acompañan a las vírgenes.
Los truenos de la tormenta se confundían con el rugir de los motores de los aviones que a baja altura sobrevolaban la ciudad entremezclado, poco después, con el estremecedor ruido de bombas que no se sabían muy bien donde las estaban dejando caer los aviones que acababan de cruzar por encima de los edificios de la Avenida Central de la capital. En todos los escaparates de los comercios de electrodomésticos se veían las pantallas de los televisores ocupadas por la imagen de un general de las fuerzas armadas. La gente se apelotonaba ante los escaparates tratando de oír lo que el militar transmitía, aunque el incesante sobrevolar de aviones y el intermitente ruido de las bombas hacían perfectamente entendibles sus palabras sin necesidad de oírlas, al parecer los peores presagios se habían cumplido.
La lluvia dejó de ser obstáculo para continuar su camino. Con paso vivo se encaminó en dirección a la fábrica.
Estaba a pocos metros de la entrada cuando un ruido de sirenas hizo que todos los transeúntes dirigieran sus miradas hacia el lugar de donde provenía el intermitente y agudo sonido. A Ana le dio un vuelco el corazón y sus ojos se clavaron en el furgón policial que salía en ese momento de la fábrica de Manuel. Un numeroso grupo de militares pertrechados de armamento formaban hileras a ambos lados de la salida para dejar paso libre al furgón y a los coches que lo precedían y seguían. Ana intentó traspasar la fila de soldados pero uno de ellos se interpuso en su camino y con el fusil le indicó que se alejara del lugar. Preguntó por lo que pasaba pero por respuesta recibió un empujón de otros de los soldados. Cuando inquirió a un suboficial diciéndole que su marido trabajaba en la fábrica, que se llamaba Manuel y que tenía que verlo porque le debía dar la noticia de que iba a ser padre, el militar le respondió que si no era sindicalista pronto saldría, pero que si lo era ya había salido en compañía de sus compañeros.
Miró Ana a su alrededor y por ninguna parte pudo ver a alguno de los compañeros sindicalistas. Comprendió que habían salido como le dijo el militar, pero no por su propio pie.
Desde el interior, a través de los barrotes que protegía el ventanuco del furgón, Manuel pudo ver el rostro mojado y angustiado de su mujer. En sus ojos llorosos quiso apreciar, además de la amargura, la alegría por la noticia que le iba a dar y que ambos esperaban desde hacía tanto tiempo. El culatazo del subfusil de uno de los guardianes cortó en seco el atisbo de satisfacción que Manuel sentía en lo más profundo de su ser.
La lluvia seguía cayendo con fuerza. El ruido de los aviones se dejaba oír en sucesivas pasadas. Eran esporádicos los de las bombas. El general seguía en las pantallas de todos los televisores en los escaparates de los comercios que todavía no habían cerrado. Se fue cruzando con patrullas de militares que con sus armas intimidaban a los transeúntes y les ordenaban que aligerasen el paso y regresasen a sus domicilios.
Dejó de oír todo lo que la rodeaba y comenzó a escuchar a su corazón y a hablar con sus entrañas. Fue explicándole al hijo cómo era su padre: una persona íntegra, solidaria, entregado a los demás, que derramaba su bondad sobre los que estaban a su lado. Le dijo que probablemente no lo llegaría a conocer pero que en su interior llevaba su germen, la esencia del padre que haría que en algún momento de su vida, cuando se mirase al espejo, lo vería creyendo verse a sí mismo, cuando alguien hablare de él sería como si estuviesen hablando del padre que perdió antes de haber nacido. Le susurró que la vida no se la quitarían los que le llenaran el cuerpo de plomo, que la vida del padre continuaría y no en otro mundo sino en él que apenas acaba de mostrarse en su vientre. Ella lo enseñaría a quererlo como si estuviese a su lado.
El cabello chupado por el efecto del agua dejaba ver la brillantez del rostro mojado por la lluvia del cielo y la de sus ojos. Con las ropas empapadas arrastraba los pies. Instintivamente llegó a la puerta del bloque de viviendas donde vivía y como sonámbula subió hasta la puerta de su departamento.
Un señor vestido de paisano que se identificó como oficial del ejército, la volvió a la cruda realidad cuando la interrogó sobre Manuel en unos términos que no dejaban lugar a dudas sobre el futuro del marido. Ella imploró por el hijo que llevaba en su ser. El oficial indicó a los hombres que lo acompañaban que aquella mujer desde ese momento estaba a su cargo. Les ordenó que la trasladaran a la comisaría de su distrito y que a la mañana siguiente daría las instrucciones precisas acerca del tratamiento que habría que darle a la detenida.
Al amanecer Manuel fue fusilado junto a sus compañeros del comité sindical y otros muchos luchadores por la libertad y por la construcción de un nuevo país. El fusilamiento de Ana se demoró por casi ocho meses. La estéril esposa del oficial que la detuvo fue madre de un hermoso niño al día siguiente del asesinato de Ana.
 

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