The Avenue

(Verano en Dublín)

16. BALLYBRACK

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Mis descansos en el Avenue se correspondían con las dos tardes, martes y jueves, en las que acudía a la academia de Inglés y una tarde más, bien sábado o domingo, con lo que completaba el día y medio de descanso del que disponíamos los trabajadores del hotel. La primera tarde de sábado que tuve libre, desde mi llegada a Dublín, la aproveché para ir a ver a mi hermana a Ballybrack.

         Tomé el autobús en Dún Laoghaire y, siguiendo sus instrucciones, después de pasar Killiney, me bajé en la parada que había una vez se pasaba la iglesia de los Apóstoles, antes de llegar a un supermercado bastante grande: aquello ya era Ballybrack. Seguí la misma dirección que llevaba el autobús y tomé el primer cruce a la derecha, subí una pequeña cuesta dejando cuatro chalets a la derecha y otros tantos a la izquierda, ahí tomé un cruce a la izquierda y, a unos cincuenta metros a la derecha se encontraba la casa de los Wilson.

Al verla pensé que de repente había cambiado de paisaje. Las demás viviendas que había ido dejando atrás estaban construidas en piedra y las delimitaciones de unas parcelas con otra y de todas con la carretera estaban formadas por muros también de piedras sin ninguna argamasa que las uniera. A ambos lados de la calzada unos enormes árboles, no sé si serían hayas, flanqueaban el camino. El tono grisáceo, casi negro de las piedras contrastaba con el verdor exultante del resto del paisaje. Pareciera que por aquellos parajes se podía haber filmado cualquiera de las famosas películas en las que predominan los paisajes irlandeses, como “La Hija de Ryan”, por ejemplo.

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La vivienda de los Wilson estaba situada en el punto más alto de una suave colina y parecía transparente, como si estuviese hecha de cristal en su totalidad. El muro de piedra que circundaba al resto de las viviendas de la zona aquí lo habían sustituido por una pequeña valla salpicada de frambuesas y otros arbustos que dejaban ver nítidamente la vivienda y el terreno que la rodeaba; en el que un césped, algo descuidado, salpicado por algunos árboles ornamentales y un frondoso manzano repleto de frutos, que aún no estaban en sazón, se complementaban perfectamente: todo verde pero salpimentado por los otros colores que aportaban los frutos y las flores de árboles y arbustos. 

Todo era tal y como me lo había explicado mi hermana, aquello no tenía pérdida. Al iniciar la senda que te llevaba hasta la casa, pude ver un incipiente jardín con rosas de distintos tonos y unas flores parecidas a nuestras hortensias, pero enormes. Cerca de la vivienda, una hamaca y un columpio para niños; a la puerta de lo que podría ser un garaje, un coche de marca japonesa; casi llegando a la casa una bicicleta de niño caída, un carrito de bebé y algunos juguetes esparcidos por el césped me confirmaron que no me había equivocado. Era difícil averiguar en cuál de aquellas cristaleras enormes estaba la puerta que daba acceso a la vivienda, pronto lo averigüé, pues por una de ellas vi aparecer la sonrisa de mi hermana a la que acompañaba toda su persona y una chiquilla de cabellos dorados en brazos. Al poco apareció llamando a mi hermana el otro jovencito de la familia que parecía estar arreglado, igual que su hermana, para alguna celebración.

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