The Avenue

(Verano en Dublín)

22. COMIDAS

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      A cup of tea? Esa pregunta repetida tantas veces a lo largo de la mañana era un soniquete que resultaba agradable al oído del que no había parado ni un minuto desde las ocho. Si no era el chef, era Ronan, el encargado de la repostería, mi compañera Lilly o Jack, el segundo de a bordo de los camareros, el que hacía la invitación a la taza de té. A veces, incluso, aparecían por la cocina algunas de las recepcionistas, Miss Kelly o Miss Doyle, preguntando por some tea, u ofreciéndolo. No era cuestión de despreciar ninguno de estos ofrecimientos pues siempre venía bien un ratito de descanso mientras se saboreaba aquella taza de humeante té irlandés, traído de algunas de las antiguas posesiones británicas de más allá de los mares.

En la cocina siempre había tres cosas que permanentemente estaban en ebullición: el calentador de agua para preparar un té en cualquier momento, una olla enorme con el sopicaldo del día y otra olla, aún más enorme, en la que se iba cociendo un jamón entero convenientemente especiado y sazonado. El chef tenía una mano especial para preparar el jamón cocido. Aquello no tenía nada que ver con el incipiente jamón de York que empezaba a aparecer por las tiendas de ultramarinos españolas. El día que nos tocaba comer en el almuerzo o la cena de ese jamón lo saboreaba con gusto: estaba exquisito.

Algunas tardes aprovechando el agua caliente de la olla del jamón, solía meter un cucharón con un huevo en su interior y después de contar cien, lo sacaba, le abría un agujero muy pequeño en uno de sus extremos y otro, algo mayor, en el opuesto y me lo sorbía en un segundo, era una forma de tomarme un huevo pasado por agua. Algunos de mis compañeros hacían gestos de desaprobación, otros pronto tomaron la costumbre y cuando me veían con el cazo me pedían que les pusiese otro huevo.

 

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En el staff solíamos comer de lo que se había preparado para el restaurante, pero si alguna vez no me apetecía la comida, siempre tenía el recurso de adentrarme en la cámara frigorífica y sacar una botella de leche del día fresquita, por cierto riquísima, que me la bebía acompañada de unas rebanadas de pan con cualquier cosa, así llenaba el estómago y de camino me alimentaba bien.

Dado que cenábamos bastante temprano y en verano por aquellas latitudes se hacía de noche muy tarde, era normal que antes de irse a la cama se tuviera la necesidad de tomar un refrigerio frugal al que ellos llamaban supper.

Al salir del trabajo y antes de irme para casa en algunas ocasiones me acercaba a un Wimpy y empecé a acostumbrarme a eso del Fast Food y el Take Away, casi a aficionarme, y no era raro que me tomase una hamburguesa o unas patatas fritas con kétchup. Los Wimpy eran los adelantados de los futuros McDonald’s y Burger King de nuestros días, o algo muy parecido. Si no tenía ganas de hamburguesa me pasaba por un Roast Chicken donde con un cuarto de pollo asado me quedaba más que satisfecho, otras veces me paraba en un Fish & Chips y me llevaba para la casa un papelón de patatas y pescados fritos. No me importaba mucho si estaban fritos con una grasa animal que poco tenía que ver con nuestro aceite de oliva. Allí con los O’Connor y sus huéspedes lo compartíamos si aún ellos no habían tomado la supper. En no pocas ocasiones era Mrs. O’Connor la que me invitaba a tomar la supper con ellos, normalmente un té con un sándwich de jamón cocido, de queso o de tomate y huevo duro que a veces también llevaban lechuga. Así se encaminaba uno al catre con el estómago más consolado, lo que conllevaba también un mejor ánimo y predisposición para el día siguiente.

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