The Avenue

(Verano en Dublín)

12. DE PATITAS EN LA CALLE

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        No llevaba aún una semana trabajando en el hotel y ya me encontré con una situación tan grave que no sabía cómo podría salir de ella. ¿Quién se podía esperar eso? Yo, seguro que no. Desde el primer momento me había entregado en cuerpo y alma a mi trabajo. No había tenido roce con nadie y esa mañana la directora me comunicó que ya no seguiría trabajando en el hotel. No entendía nada, pero lo cierto era que me habían puesto de patitas en la calle.

 Con menos de tres mil pesetas, unas doce libras, que era el metálico que llevaba conmigo, no tenía ni para pipas. Mientras me aproximaba al 22 de Mulgrave Street, iba dándole vueltas a la cabeza y pensando en qué podría hacer, en cómo resolvería aquel desaguisado en el que no sabía muy bien cómo ni por qué me había metido, o me habían metido.

 En un principio los O’Connor no me dijeron que tuviese que abandonar su domicilio ni nada por el estilo, más al contrario, cuando les expliqué de la mejor manera que pude, que la directora me había puesto de patitas en la calle, Gregory y su madre hicieron el problema suyo. Aunque llevaba poco más de una semana con ellos ya existía una cierta empatía entre nosotros. Mrs. O’Connor llamó al hotel, pero su llamada no surtió efecto. Tampoco yo podía explicarme bien ni entendía lo que ella me decía que le habían dicho en el hotel.

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Mr. MacPherson comprendió perfectamente el equívoco —misunderstanding, dijo él, ¡bien que aprendí en aquel momento esa palabra— por mi falta de conocimiento del inglés y, descolgando el teléfono, hizo una llamada al Avenue, a Miss Morgan. En el transcurso de la conversación, intuí que debió de explicarle el malentendido y abogó por mí para que fuese readmitido. Cosa que comprobé cuando al terminar la conversación telefónica, con una sonrisa me indicó las escaleras al tiempo que me decía:

—No se entretenga ni un minuto. Tome el autobús de Dún Laoghaire y váyase para el hotel que ya le están esperando.

Bajé las escaleras más rápido que las había subido, corrí por Westmoreland como un poseso, cruce el puente de O’Connell y, en menos que canta un gallo, ya estaba en el bus de regreso para Dún Laoghaire y para el Avenue. Al llegar, Jack, mi ángel de la guarda, me estaba esperando para con una paciencia digna del santo Job, explicarme, una vez más, con palabras y gestos lo que debía hacer.

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