Teodoro Martín de Molina

EL PORTERO Y EL ROSAL

       SU MENUDA figura se dejaba ver por todas partes. Tan pronto se encontraba en los alrededores de la piscina de la urbanización, como podando las plantas que abundaban en los arriates aportando un toque natural entre tanto bloque de ladrillo visto, o en el portal de cualquier edificio atendiendo al forastero que preguntaba por alguno de los vecinos. En ocasiones lo veías con el manojo de llaves en la mano dirigiéndose al cuarto de calderas para solucionar los contratiempos que, con frecuencia mayor a la deseada, le infligía el sistema de la calefacción.
Siempre crítico, pero siempre dispuesto a echar una mano a quien se lo pedía. Con sus pequeños ojos medio entornados y la cabeza erguida, exponía a su interlocutor las bondades o los inconvenientes de las decisiones tomadas por la junta directiva de la comunidad. En verdad eran más comunes sus peros que sus halagos. No obstante, no por ello dejaba de cumplir con las indicaciones de aquélla y mucho menos con sus obligaciones que, como decía, abarcaban todos los campos: limpieza, jardinería, pintura, albañilería, fontanería o electricidad de las de andar por casa; tampoco dejaba para otro momento encargos de los directivos o de los vecinos que solíamos importunarlo en más de una ocasión.
A la entrada del recinto de la piscina cuidaba con primor de un añoso rosal trepador de rosas minúsculas, saneándolo y dándole los cortes necesarios para que, verano tras verano, diese una más que agradecida sombra cuando él, junto al socorrista de turno, se sentaba cerca de la cancela para comprobar los pases de los bañistas y departir con aquellos que sin intención de baño buscaban la frescura del rosal y la conversación de Antonio.
De los muchos esquejes que me proporcionó durante las podas invernales, tan solo los del rosal de pitiminí consiguieron arraigar en la árida tierra alpujarreña en donde los clavé, sería mi impericia la que hizo que ninguno de los otros brotara.
Cuando me encuentro con Antonio, ya jubilado, después de preguntarnos por los niños, que ya han dejado de serlo, sus ocupaciones, intereses, “ires” y devenires, siempre le refiero la excepcional sombra que me proporcionan aquél par de esquejes convertidos hoy en rosal gemelo del de la entrada a la piscina de la urbanización; también le hablo de cuánto disfruto protegiéndome del sol y del calor bajo el frondoso colchón formado por sus ramas y hojas, verdes y secas, entremezcladas en una maraña imposible de seguir. Cómo gozo cuando en primavera se atesta de flores, de racimos a cientos de pequeñas rosas de blanco oblea que alegran la vista y el olfato del que pasa junto a él. El deleite que supone alzar la vista y encontrarte con su micro-universo y escudriñar la vida que ha habido y hay entre el follaje: nidos ahora vacíos pero que en la pasada primavera, o en otras anteriores, vieron nacer, crecer y dar sus primeros revoloteos y gorjeos a jilguerillos, verderones u otros pajarillos; las pequeñas arañas en su tejer y tejer en busca del alimento diario; las avispas empeñadas en dejar en solo hollejo las uvas de los racimos de la parra que se entremezcla con las ramas de rosal y previniéndonos con su zumbido de la amenaza que pueden suponer; mariposas que muestran y esconden la belleza de sus multicolores alas en tan efímero paso por la vida; el ejército de negros soldados que en perfecto orden ascienden en busca de los ricos pulgones para volver por fila paralela hasta el depósito donde conservarán el alimento que con envidia observa la chicharra que de vez en cuando nos martiriza con su impenitente frotar de alas, antenas, patas, mandíbulas o parte del cuerpo con la que forma tan estridente ruido para multiplicar el calor...
Seguro que los habitantes de arriba también nos observan a los que estamos apoyados en tierra firme y hacen sus comentarios sobre las actividades rutinarias que realizamos al amor de la  sombra del rosal o en sus inmediaciones, participan de nuestros comentarios, nuestras ilusiones, el fluir del lápiz sobre la inmaculada hoja de papel que, poco a poco, se va llenando de una fauna, casi tan variopinta como la que lo habita, que son los personajes que conforman cada uno de estos relatos.
Bajo su bóveda vegetal llena de vida, comienzo esta serie que, si llegara a buen término, espero regalar a Antonio. Soy sabedor de que la lectura es otra de sus muchas aficiones y a la que dedicó parte de sus escasos ratos de ocio, que ahora deben de ser muchos más.
 
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