The Avenue

(Verano en Dublín)

2. FAMILIARES Y PAISANOS

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Si en el ámbito cultural mi gran descubrimiento fue el Prado, a nivel práctico lo fue “el metro”. Con un plano de superficie y otro del metropolitano, casi todo Madrid estaba al alcance de un paleto como yo en unos minutos y por las pocas pesetas que costaba el billete. Salir de Aluche para coger el suburbano, plantarme en el centro de Madrid en un periquete y moverme por toda la tela de araña que suponía el sinfín de túneles y vías subterráneas que comunicaban todo el subsuelo de la gran ciudad se convirtió en una de mis costumbres favoritas durante el tiempo que estuve en la capital.

Subía a la superficie como periscopio de submarino cateto que con ojos de neófito se asombraba de todo aquello que, una vez a la luz del día y fuera de las de neón del metro, se desparramaba delante de mis sorprendidos ojos. Salir en Sol y poder ver el reloj que todas las nocheviejas nos daba sus campanadas para recibir el nuevo año, o salir a la superficie en la Castellana cerca del Estadio Bernabeu donde los ídolos de todos los chiquillos del pueblo, y no tan chiquillos, jugaban sus partidos en domingos alternos; asomarte como un pequeño hurón a la boca del metro en Cibeles y contemplar esas calles tan inmensas por todos lados que te recordaban las Cuatro Esquinas de tu pueblo, pero a lo bestia, era una aventura que repetía y repetía, y de la que nunca me llegaba a cansar.

Me movía sin mucho conocimiento de causa y vagaba de uno a otro lugar sin rumbo definido, o mejor dicho, con el rumbo de aquel que no conoce su rumbo porque no lo tiene y lo único que pretendía era dejar pasar el tiempo mientras iba de hito en hito ante cualquier novedad (todo lo era a mis ojos) que una detrás de otra iba descubriendo en la gran ciudad.

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