DON JACINTO.
Teodoro Martín de Molina. 

Fragmentos de "El Entierro"

...

“Las ventanas de la habitación donde había muerto doña Ventura habían estado abiertas durante toda la jornada, el colchón se lo había llevado al cuarto donde estaba la pila de lavar y en su lugar había colocado el de la cama de Pablo que llevaba años esperando su regreso. Tras poner el colchón puso de limpio toda la cama y estaba dando un fregado a fondo a todos los muebles del dormitorio cuando llegó doña Rosa.
—¡Ay Luisa, cómo eres hija! ¿Por qué no me has avisado para que viniera a echarte una mano?
—Ahora no me hace falta, doña Rosa, bájese usted y siga con los rezos junto a las otras mujeres, yo me apaño bien sola. No ve usted que yo sé donde están todas las cosas y ahora mismo otra persona lo que hace es estorbarme más que ayudarme. Ya, cuando me haga falta, le diré que me eche una mano —dijo la criada sin apenas mirar a doña Rosa y sin dejar de pasar una y otra vez el trapo humedecido con jabón por la mesita de noche del lado de doña Ventura.
—Sí hija, pero tienes que estar molida. Has pasado toda la noche en vela y llevas el día entero al pie del cañón —decía doña Rosa al tiempo que echaba una mirada al interior del armario en el que estaban colgados los trajes de doña Ventura— ¿Y qué pensará hacer con todo esto mi cuñado?
—Y yo qué sé, eso él sólo lo sabe —Luisa se incorporó y se aproximó al armario para disimuladamente cerrar la puerta—. Voy a darle también un poco a las lunas del armario, que con tanto trajín están que parece que nunca se hubieran limpiado. Si está usted pensando en llevarse algunos de los vestidos —volvió al tema anterior— es mejor que se lo quite de la cabeza, no creo que don Jacinto esté por la labor. Ése no da ni la roña que le sobra.
—No será para tanto mujer. Si a él ya no le van a servir para nada alguien podrá sacarle partido. Por ejemplo, a ti no te vendrían mal algunos de ellos y no digamos de la pobrecilla Catalina, si yo no lo decía por mí —acabó doña Rosa con un cierto aire de indignación.
—Ya, ya. Yo sólo se lo decía por si acaso. ¿Es que usted no conoce a su cuñado?
—Sí hija, sí que lo conozco. No hemos convivido mucho pero ya de jovencita lo conocía bien y no creo, por lo que tengo entendido, que haya cambiado mucho. Aunque, mira tú, yo creo que la muerte de Ventura puede que lo haga cambiar. Anoche, cuando estaba arrumbado en el sillón, el pobre me dio lástima. No sé, lo vi muy caído.
—Ya verá que pronto se levanta —interrumpió la criada—. Él es de esas personas a las que las penas le duran poco. A ése le hace falta alguien que lo ponga en su sitio y, mucho me temo, que esa persona está por nacer, con lo cual no llegará a tiempo de que pueda cambiarlo.
—Quién sabe mujer, las cosas no son siempre como parecen. A lo mejor esto le hace que recapacite un poco y se dé cuenta que tampoco a él le queda toda una vida por delante para seguir preocupado por lo que le ha sorbido el seso hasta ahora.
—Yo que sé, yo que sé, mucho lo dudo, pero el tiempo y Dios dirán —la criada no tenía muchas ganas de conversación y volvió a pedirle a doña Rosa que bajase a acompañar a las otras mujeres en el rezo.”
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“La habitación en la que iban a dormir Rosita y su madre se encontraba junto al dormitorio de matrimonio. Era pequeña, pero estaba convenientemente amueblada. Tenía dos camas de un cuerpo separadas por una mesita de noche, sendas descalzadoras a los pies de las camas, sobre una de las cuales estaba la maleta de cartón duro en la que estaban las pocas prendas que habían traído madre e hija, y un ropero con un cajón grande en su parte inferior en el que se encontraban los juegos de sábanas. Al abrir el ropero se percibía un fuerte olor a naftalina que provenía de un número inespecífico de mantas de lana que había amontonadas en un lateral; colgadas de una barra de madera, media docena de perchas esperaban ser ocupadas por las prendas de vestir de las huéspedes. A la derecha de la puerta, junto al rincón, estaba el lavabo. Era de madera de nogal con un coqueto espejo ovalado, en el que Rosita se atusó un poco el pelo y se aderezó las cejas con el instintivo pase de la yema de uno de sus dedos por ellas. Cuando Luisa salió de la habitación se llevó el jarro con la promesa de traerlo lleno de agua, así como un par de toallas.
Madre e hija se miraron por un instante antes de ponerse a hacer las camas. Durante el tiempo que duró la tarea no se dijeron palabra alguna y cada una parecía estar reinando en lo suyo sin prestar mucha atención a lo que hacían. Mullir la lana, echar las sábanas y mantas, y colocar las fundas de las almohadas era una tarea mecánica que no requería mucho empeño.”
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“Rosita no contestó y vio como la criada salía al patio. Desde la cocina se podían oír algunas palabras sueltas de la conversación que mantenían los dos hombres, parecía que estaban hablando de Joaquín y su familia. Rosita se aproximó a la puerta que daba al pasillo que comunicaba con el comedor y trató de escuchar lo que decían. El médico intentaba convencer a su tío sobre la necesidad de que ahora se terminaran las diferencias con su hijo y de que le echara una mano, que en definitiva era la única familia que le quedaba. Oyó como su tío hacía referencia a su madre y a ella. En ese momento entró Luisa con el agua y discretamente se retiró de la puerta y se acercó a la hornilla en la que estaba una sartén repletas de patatas friéndose.”
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“Tenía poco más de sesenta y se sentía fuerte como un roble, y la Isabelita se le representaba como un pastelito que difícilmente ningún hombre podría despreciar. Además, ya lo tenía casi todo apalabrado con la Dolores y con ella misma, tampoco iba a regalarle a la Dolores el dinero que ya le había adelantado para la casa. Esperaría que pasaran los reglamentarios días del luto para hacerle la primera visita en condiciones.
El recuerdo de Isabelita le trajo a la cabeza la figura de su sobrina momentos antes subiendo las escaleras. Era la segunda vez que le pasaba en pocas horas. Primero durante el velatorio y ahora otra vez, de nuevo había asociado a las dos jóvenes. Eran tan parecidas y tenían un aspecto tan fresco y lozano que la una la llevaba a la otra y al revés. Esta asociación le hizo fruncir el ceño, no le agradaba la idea de asemejarlas. La una era una mujer de la vida y la otra era su sobrina, no carnal pero su sobrina a fin de cuentas. Por eso dejó de pensar y se incorporó para recoger la petaca y el encendedor que estaban sobre la mesa.”
 
 
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