Teodoro Martín de Molina

Hasta el 40 de mayo...


“Hasta el 40 de mayo no te quites nunca el sayo”, era uno de los refranes con los que mamá nos prevenía, a lo largo del año, sobre lo que debíamos o no debíamos hacer, de acuerdo con su forma de entender las cosas.
Aquel año, el 40 de mayo se adelantó bastante. Hacía poco que habíamos pasado el día de san Isidro y ya andábamos todos dejándonos los jerséis por todas partes. Por ello mamá nos pidió a Quica y a mí que le ayudásemos a ir preparando el baúl “Mundo” (lo llamábamos así por su inmenso tamaño) para guardar el grueso de la ropa de invierno. Sólo dejábamos alguna rebeca o jersey por si regresaba el fresco de nuevo.
A nosotros nos encantaba ayudar a mamá. Antes de que ella hiciera acto de presencia en los armarios, íbamos sacando los abrigos y los trajes, y, bolsillo a bolsillo, comprobábamos que en ellos no había nada. En realidad, nosotros buscábamos la moneda olvidada por nuestros padres o alguno de los hermanos mayores para, una vez acabado el trabajo, correr a la tienda de la plaza a comprarnos una rueda del delicioso “Bazooka” que traían de Gibraltar las recoveras.
En esa ocasión, la recaudación fue pírrica: solamente conseguimos una moneda de dos reales. Estaba en el fondo de uno de los bolsillos del pantalón del traje que papá usaba los domingos para ir a misa.
La sorpresa gorda nos la llevamos cuando, en el abrigo de lana marrón a cuadros formados por una leve línea beig, descubrimos algo perfectamente envuelto en grueso papel de estraza. El papel y todo lo que lo rodeaba estaba pringoso. La grasa incluso había traspasado la tela del bolsillo. Era un abrigo en desuso a la espera de ser utilizado por mí. Los tres hermanos mayores ya habían “disfrutado” de su uso.
Al desliar el papel nos encontramos con un hermoso chorizo de los que mamá guardaba en manteca "colorá". Evidentemente, estaba escondido para ser ingerido a hurtadillas en un momento en el que el hambre apretara por aquél que lo había guardado. Debería llevar bastante tiempo en ese lugar, ya estaba enmohecido. Pero ¿quién lo habría puesto allí?
Cuando mamá vio la más que evidente mancha de grasa, pensó por un momento en echarlo a lavar o cambiarle el bolsillo. Me miró de arriba abajo y colocó mis escasos 110 centímetros junto al abrigo; tras la comprobación, optó por enviarlo al ropero parroquial.