The Avenue

(Verano en Dublín)

24. LA CHICA DE GALWAY

 

VIENDO QUE TODAVÍA ERA TEMPRANO, un viernes, de camino al Top Hat, me paré en el Purty Kitchen para hacer tiempo. Allí estaba ella, sentada en una de las mesas redondas que había por el local, acompañada de algunas amigas. Aquella chica de pantaloncitos cortos de terciopelo verde, sujetos por tirantes, me sonreía cada vez que nuestras miradas se cruzaban. Y yo en la barra, más solo que la una, le devolvía la sonrisa mientras apuraba el refresco de naranja que, después de mil intentos por alcanzar la pronunciación adecuada, conseguí que me sirvieran. Se levantaron las muchachas y al pasar por mi lado cuchichearon entre ellas y todas se quedaron mirándome. Ella me volvió a sonreír al tiempo que me decía algo de lo que solo entendí “Top Hat”. Hasta a un mal entendedor como yo con esas dos palabras bastaba.

Algo azorado, seguí con la vista al grupo mientras se encaminaban a la salida. Dejé sin terminar el refresco y tras otra pelea lingüística para pedir la cuenta, que solucioné poniendo en el mostrador un billete de cinco libras, también abandoné el local camino de la discoteca. Al salir intenté descubrir al grupo de muchachas entre el que se encontraba mi risueña irlandesa, pero no lo divisé. «Bueno, si hay suerte ya la veré en el Top Hat», pensé para mis adentros y con esa esperanza tomé la dirección de Monkstown, donde se encontraba el local de ocio.

Mi inglés era más que escaso por entonces, así que durante el paseo me fui devanando los sesos para tratar de encontrar alguna frase, o por lo menos algunas palabras sueltas, que me pudieran servir para poder entablar algo parecido a una conversación con la muchacha que esperaba volver a ver en poco rato. Lo más que me salía era «My name is… , I am Spanish, dancing…», escaso repertorio, pero algo era algo, y algunas de esas palabras o frases me servirían, al menos, para romper el hielo, me conformé a mí mismo. En caso de atasco total, le hablaría en español, incluso le podría recitar una rima de Bécquer o un romance lorquiano de los que tenía memorizados, que seguro le sonaban bien. Había que echar mano del ingenio. Quizá la muchacha tampoco era muy dicharachera y le apetecía más bailar y algo menos la conversación. Ya veríamos.

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       En aquella época del año la tarde en Dublín se prolongaba casi hasta las once de la noche. Los días que no tenía academia, procuraba dejar la cocina lista para revista lo antes posible y de inmediato me bajaba a George’s St. para coger el bus al City Center. En la última parada siempre estaba ella esperándome. Las horas se nos hacían minutos, el tiempo pasaba volando, apenas habíamos empezado a disfrutar el uno del otro cuando ya llegaba la hora de despedirnos.

El miércoles me comentó que ese viernes no nos podríamos ver en el Top Hat, ni tampoco el resto de la semana en la parada última del autobús. Tenía una semana de vacaciones y se iría a Galway, a pasarlas con su familia. Galway estaba en la costa oeste de Irlanda. Allí vivían sus padres y sus dos hermanos, más pequeños que ella. Me dijo que me echaría de menos en esos días, yo le respondí que también. Quedamos para el viernes siguiente, en el mismo sitio, en la entrada del Top Hat, cerca de la taquilla, el que llegara primero compraría las dos entradas.

A mitad de semana recibí una postal suya desde su ciudad natal, en ella se veía una barca de pescadores varada en la playa y al fondo, tras el mar azul, la ciudad. Mrs. O’Connor la había recogido cuando la dejó el cartero y, antes de dármela, tuvo la indiscreción y la osadía de leerla. Cuando me la entregó, me miró con cara seria y me dijo que aquella chica no era buena para mí. No le entendí bien el resto de sus explicaciones. Tampoco entendí muy bien que digamos lo que ponía en la postal, solo entendí y vi que se despedía con un expresivo “With all my love, Madeleine”, que tampoco era tan malo, supuse yo. En cierta medida era la declaración de amor que aún no nos habíamos hecho, pero que de haber seguidos juntos no habría tardado en producirse.

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