Agreste Alpujarra No: 3 - Mayo / Junio 2010. Páginas 18 y 19

La tienda de pueblo

Cuando se habla de semblanza siempre lo asociamos a la biografía de personas. En esta ocasión, rompiendo un tanto con esa opinión, quisiera hacer en este breve relato la de un establecimiento tan entrañable para muchos como es la tienda de pueblo, que como las personas tenían su propia fisonomía, sus particularidades y, en definitiva, su espíritu característico y diferenciador que era, en cierta medida, el alma, algo no exclusivo del ser humano.

Eran los tiempos en los que distintos artesanos y comerciantes ambulantes aparecían periódicamente por los pueblos ofreciendo su trabajo o sus mercancías. Así, siempre había un gitano especialista en restañar las heridas de los objetos de hojalata que tanta utilidad tenían en los hogares, otros se encargaban de poner lañas en lebrillos, orzas y tinajas, otros ofrecían su quincalla a cambio de productos agrícolas o las trenzas de pelo que guardaban las mozas para adquirir su ajuar a la hora de casarse… y también tenían su papel esencial las tiendas de pueblo.

Trataremos de hacer una breve semblanza de aquella que conocimos, y de las personas que la regentaron. La lectura de estas líneas pudiera traer a la memoria del lector aquella otra que estaba en la plazoleta de su pueblo en la que tantas veces entró a comprar cualquier cosilla o de la que oyó hablar a sus mayores. Nos referiremos a la tienda de Paco “El Recovero” y su esposa, “la comá Josefa”, en Alcázar, un pequeño y bellísimo pueblo a caballo entre el valle del Guadalfeo y la Contraviesa.

Desde mediados de los años cincuenta y casi hasta los comienzos de los ochenta, la tienda de Paco y Josefa realizó además de su función propia de comercio, una incuestionable labor social.

Comenzaría Paco con su borriquilla recorriendo los cortijos del entorno llevando a cabo su tarea de recova, comprando o intercambiando productos que había en los cortijos: huevos, animales de corral o frutos agrícolas no perecederos, por otros que ellos no podían producir por sus propios medios: telas, hilos, azúcar, salazones, etc. Los recorridos por los cortijos los alternaba con viajes a Granada, fundamentalmente, donde revendería lo adquirido y se proveería de todos los artículos que después ofertaría en su tienda.

De la recova, sin abandonarla totalmente, iría poco a poco pasando a la venta en su propio domicilio de todos los artículos que eran necesarios en la vida cotidiana de los alcazareños y demás vecinos de Bargís, Fregenite, Olías, El Puerto Jubiley, y de los cortijos de la jurisdicción en los años cincuenta, sesenta y setenta.

Sería Josefa la que casi siempre estaba al frente de la tienda, Paco lo hacía más esporádicamente, él seguiría con sus tareas de puertas afuera al tiempo que no desatendía los cultivos varios que tenía en las cercanías del pueblo. Ella compaginaba sus tareas domésticas con las propias de la tienda. Dejando asomar una sonrisa casi permanente, observando al interlocutor con sus vivarachos ojos claros, con una paciencia a prueba de bombas y nunca mostrando prisa, atendía a todas las vecinas que venían a contarle sus cuitas, después acababan pidiéndole lo que necesitaban para llevar a casa; a renglón seguido, rebuscaban en los bolsillos del delantal las pesetas con las que pagar la compra, otras veces sacaban del canasto los huevos, o el conejo que harían las veces del dinero y en las más ocasiones con pocas palabras, entre dientes y casi a media voz le decían aquello de: “cuando mi marido cobre te traigo el dinero, sin falta.” Josefa le respondería, como siempre: “No te preocupes mujer, ya pagarás cuando puedas.”

Con un horario de sol a sol, ampliable según las necesidades de los usuarios, era la tienda en sí como una de las grandes superficies actuales, aunque reducida a las pequeñas dimensiones de la entrada de la vivienda y una habitación aneja que servía de almacén. Una mesa camilla redonda hacía las veces de mostrador, detrás de la cual se encontraban algunos de los géneros más demandados por los clientes. Una alacena con puertas de cristales hacía las veces de escaparate interior en el que se mostraban los productos más delicados como podían ser botes de colonia, platos, tazas… En la estancia contigua, además de guardar las sacas de la harina, el azúcar y otras mercancías de venta a granel, se encontraba la balanza de dos platillos en la que se llevaba a cabo el peso de las exiguas cantidades que normalmente adquirían los parroquianos.

Paulatinamente irían ofreciendo a los incipientes consumidores más y más cosas que pronto abarcaría todo lo que podía ser requerido por los alcazareños de la época: bobinas de hilo blanco y negro de La Cometa, en sus verdes cajetas que, una vez vendidas las bobinas, reservaba Josefa a las muchachas que se las habían pedido para guardar sus “cositas”, los ovillos y madejas de hilo para bordar o hacer ganchillo de La Dalia o El Áncora, telas de Vichy, percal, lienzo blanco… para la confección de delantales, batas, camisas o vestidos; la cinta elástica fundamental para

que todas las prendas se ajustasen a la cintura; botones, corchetes, cordones.... Prendas de vestir como los calcetines, camisetas o algún que otro saquito o rebeca; las medias y los velos; las sandalias de goma, las albarcas, las modernas katiuskas o las alpargatas de suela de goma. Salazones como bacalao o arenques; el azúcar, el arroz, los fideos, la harina de sémola o la de trigo; las inalcanzables, por sus precios, latas de atún o de sardinas en conserva, el melocotón en almíbar. El chocolate Orbea, con sus pequeños cuentecillos, vendido onza a onza, a lo sumo un cuarterón, el Doria con almendras, las chucherías propias de la época: caramelos, chicles, regaliz, los polos Avidesa de limón o de chocolate, las Kongas de cola, limón o naranja; las galletas María, la carne de membrillo, Flanín El Niño, bien para hacer natillas o flanes. Analgésicos como la Cafiaspirina, el Okal o el Optalidón, el algodón y el esparadrapo, el bicarbonato en su doble vertiente culinaria y medicinal, o los productos desinfectantes tales como el agua oxigenada o el alcohol. Las cajas de mariposas para alumbrarse de noche o iluminar a los santos; el algodón para las torcidas de los candiles. Los útiles de escritura para la escuela: pizarras con pizarrines y los cuadernos de caligrafía o matemáticas de Rubio.

Las especias y condimentos para la matanza; los mazos de tripas para la morcilla o la longaniza, ¡la sal!, tan importante como conservante. Objetos de labranza: azadones, hoces, mancajes, guitas y cuerdas. Las cuchillas y el jabón de afeitar, la navajilla…; trampas para cazar pajarillos y las tan necesarias ratoneras, así como los matarratas, o el ZZ para las hormigas y el “flix” para las moscas o las tiras de ungüento pegajoso con el mismo fin. Objetos de regalo para los santos o en Reyes como la colonia para las muchachas, lazos para el pelo, las toallas, los pañuelos de mano, la pastilla de jabón de olor, el juguetillo de hojalata o plástico. Al llegar Navidad estos juguetes aparecían colgados en las paredes o en la alacena que hacía las veces de vitrina. Si querías encontrar algo para adornar la casa como un cuadro, o para adorno personal, una medalla, una pulsera o una cadena, también lo podías encontrar en la tienda de Paco y Josefa.

Casi nada escapaba a la perspicacia de nuestros tenderos que solícitos, antes o después, atendían todo lo que su clientela le requería. Aquella balanza, a la que antes me refería, en uno de cuyos platillos casi siempre se depositaban varias monedas de cobre y en algunas ocasiones unas pesas, para pesar onzas, cuarterones o libras que de los productos alimenticios se llevaban los clientes; la probeta en la que cada raya suponía alguna perra gorda más, y aquel pequeñísimo embudo con el que Josefa trasvasaría el contenido del frasco grande la colonia o el perfume para venderlos a granel; el papel de estraza para envolver la cola de bacalao, las arenques, los fideos... Todos ellos son elementos que permanecerán en la memoria de tantos y tantos alcazareños que pasaron por la tienda de Paco y Josefa.

¡Cuántos cuarterones de cualquiera de esos productos pesaría Josefa sin recibir en ese momento el dinero correspondiente! ¡Cuántas colas de bacalao con las que engañar las migas! Y ¡Cuántas familias pudieron ir subsistiendo gracias a la tienda de Paco y las facilidades que daban él y Josefa! No es que no cobrasen, al final terminaban cobrando lo que habían adelantado: unas veces cobraban en dinero y otras en trabajos que necesitaban, unas veces no tardaban mucho y otras el pago de la deuda se alargaba por tiempo impredecible. En ocasiones los deudores, cuando disponían de algún dinerillo porque habían cobrado el peón, acudían a la tienda para saldar parte de la deuda acumulada, los tenderos tendrían que esperar durante otro tiempo para que la deuda fuese disminuyendo hasta quedar totalmente saldada. Era una forma de compra a plazos, bien que entonces no eran los electrodomésticos o los coches los que se adquirían de ese modo sino lo imprescindible para la subsistencia de la familia: el cuarterón de arroz o de azúcar, la media libra de harina, la cola de bacalao o el arenque que diese sabor a la sartén de migas.

Hoy, cuando podemos hacer las compras con sólo descolgar el teléfono e incluso por Internet, sin movernos de la casa, seguro que no son pocos los que añoran el trato atento y cariñoso que aquellos tenderos de pueblo siempre tuvieron con los clientes que acudían a sus tiendas. Algunos tragándose su orgullo para pedir fiado un poco de éste o aquél producto que le era imprescindible para la subsistencia en aquellos años preñados de dificultades de todo tipo. No cabe duda de que además del aspecto comercial y de negocio que la tienda del pueblo, evidentemente, tenía, también debemos resaltar ese aspecto social que hizo poder salir adelante en ocasiones apuradas a muchos de sus convecinos con evidentes problemas para poder hacer frente a lo necesario para el día a día de sus familias.

Desde aquí nuestro reconocimiento a Paco y Josefa que son los que más nos atañen, pero de igual modo a esos otros tenderos de tantos y tantos pueblos que resultaron providenciales para que muchas familias pudieran enfrentar el diario con un poco de esperanza.

 

Teodoro Martín de Molina