Teodoro Martín de Molina

LA VISITA

Era una conocida de su mujer. Fueron compañeras en el colegio de monjas donde ella hizo el bachillerato. No sabemos muy bien porqué aquel viernes por la tarde apareció en su casita de la playa. Ellos todavía estaban guardando la comida en el frigorífico y sacando la ropa de las bolsas de viaje para colocarla en el armario.
“Hola”. “Hola”. “¡Qué alegría!” “¡Cuánto tiempo!” “¿Qué tal?” “¿Cómo te va?” “Y... ¿tú por aquí?” “Ya ves, voy de camino a Málaga y como Pepita, recuerdas: la menudita aquella de mil pecas por el cuerpo y trenzas larguísimas, me dijo que tenías una casa a la salida de su pueblo... pues, ya ves...”
Continuó la conversación por largo tiempo. Él siguió con las tareas propias de su sexo. “¿Congelo las chuletas?” “¡Déjalas en el frigorífico, ahora voy yo!”  Le respondió desde el saloncito.
Cenaron. La conversación prosiguió tras la cena. Aquello se veía venir. “¡Anda, no seas tonta! Quédate, descansa y mañana con el fresco sigues el camino.” Y se quedó.
La única cama con somier de láminas y colchón de muelles era la de ellos. Retiraron sus pijamas de debajo de la almohada. Cambiaron las sábanas y... “Hasta mañana, que descanséis.” “Lo mismo decimos, hasta mañana.”
Habían tomado unas cuantas cervezas, él más que ellas: hablaba menos y bebía más.
Después del primer sueño la vejiga pedía a gritos vaciarse. Medio somnoliento saltó del colchón de goma espuma, se plantificó ante en el inodoro y casi se queda dormido de pie después de dejar a gusto la vejiga.
Fue la fuerza de la costumbre. No quería que nada de eso ocurriera. En ningún momento fue consciente. Pero... lo cierto es que se acurrucó tras unas nalgas femeninas...
Como siempre, se abrazó por detrás esperando su reacción: “No te eches, que hace mucho calor”, antes de darse media vuelta para seguir durmiendo, pero la reacción no se produjo. La comenzó a palpar bien, tanto que ella empezó a responder, mas no del modo acostumbrado. Aquello hizo que se despabilara un poco. Entonces fue consciente de dónde estaba y con quién estaba.
“¡Qué os puedo decir!. Pensad lo que queráis, porque diga lo que diga no me vais a creer”, pensó en declararle a su mujer, y a la amiga, en cuanto ésta se apercibiera de la situación en la que él la había puesto. Sólo esperaba comenzar a oír sus gritos de mujer mancillada por el marido de su amiga y anfitriona.
También pensó en taparle la boca y tratar de explicarse en silencio sin que su mujer lo oyera. Aquello sería una locura, ella no lo iba a entender y su reacción sería aun más radical. Sería mejor hacer lo pensado en primer lugar.
“Y si trato de escabullirme cómo buenamente pueda, sin hacer ruido y salir del mismo modo que he entrado”. Retiró la mano de sus senos, procurando no rozar ninguna otra parte del cuerpo, reculó con todo el sigilo del que fue capaz. Notó como le agarraba la mano que acababa de retirar y la colocó en el mismo lugar.
“Puñetas, ¿estará despierta? ¿se estará haciendo la dormida?”. Dudas razonables comenzaron a circular por su cabeza cuando un segundo intento de retirar la mano de lugar tan especial fue respondido de igual manera que en la primera ocasión, además, ahora acompañado de palabras que ni entendía ni estaba en disposición de entender. “No, no, eso no es posible. Seguro que está dormida y yo he venido a molestarla”, prefirió pensar.
    Por tercera vez retiró la mano y, aprovechando el ruido que hizo el colchón al ella girarse, se deslizó de las sábanas y salió de la cama. A cuatro patas se aproximó hasta la puerta. “Si me pilla al abrir diré que estoy entrando y que me he confundido de habitación.” Sospechó que sus ojos se le clavaban en la espalda, mas prefirió pensar que tuvo suerte, que nadie advirtió su error.
Llegó casi sin resuello al colchón de goma espuma. En la cama de al lado, su mujer dormía como una bendita. No volvió a conciliar el sueño hasta el amanecer, dándole vueltas a lo que había sucedido (en algún momento, incluso llegó a pensar en volver al colchón de muelles).
Esa mañana se despertaron más tarde de lo habitual: no estaban acostumbrados a tanto ajetreo.
Cuando salieron, en el salón encontraron una nota de la amiga de su mujer: “Siento no despedirme de vosotros como os merecéis, pero tengo que continuar el viaje hacia Málaga, lo que se comienza hay que terminarlo, quizás en otra ocasión... Gracias. Un abrazo, Reme.”

 

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