Teodoro Martín de Molina

EL LABRADOR Y SU ESPOSA

    
Hace ya mucho, mucho tiempo, allá en una perdida aldea de una de las regiones más montañosas del país, vivían un labrador y su joven esposa. Llevaban desposados poco más de seis meses y la hacendosa y dispuesta mujer del labrador, aunque se lo proponía, no conseguía que éste rompiese con sus viejas costumbres de soltero. Después de las fogosidades propias de las primeras semanas de matrimonio, no fueron pocos los días en los que apenas se cruzaban unas palabras cuando al amanecer el labrador abandonaba la casa para encaminarse a realizar las tareas, que nunca le faltaban. Al atardecer, cuando ya la escasez de luz no le permitía continuar con el trabajo, llegaba a la casa, se aseaba un poco y rápidamente se encaminaba a la taberna o a donde a él mejor le pareciese. La mayoría de las noches la muchacha se retiraba a su aposento sin que aún el labriego hubiese vuelto. La comida se quedaba casi siempre sobre la mesa de la cocina y en más de una ocasión, a la mañana siguiente, servía de alimento a los animales que abundaban por los distintos corrales y establos anejos a la vivienda.
    Desde el escudo protector de las sábanas y mantas de la cama contemplaba, con los ojos a medio abrir y nublados por las lágrimas, los torpes movimientos del marido, producto de las borracheras que solía compartir con sus amigos. En ocasiones el olor de su cuerpo le delataba el apareamiento que antes de llegar al hogar había tenido con alguna de las que vivían en los arrabales del pueblo. A veces lo oía refunfuñar sobre la mala suerte que había tenido con las cartas aquella noche y que le había hecho perder el dinero ganado tras la venta de los lechones, la escasez de calderilla y papel moneda en el cajón que tenían reservado para ello se lo corroboraba a la joven y desconsolada esposa en cuanto se acercaba a él. Cuando la despertaba siempre se temía lo peor, pues normalmente la requería para que enjuagase unos paños con agua hirviendo para restañar las heridas que se había producido en alguna pendencia en el bar por mor de un “quíteme de ahí esas pajas”.
    A pesar de todo ello la muchacha seguía enamorada de su marido y trataba por todos los medios de reconducirlo por el camino que, a su entender, y de toda persona con buen juicio, debía de llevar un hombre casado. Recurrió a sus padres, a los padres de él, a las amigas de soltera, a los amigos del marido con los que reñía, se jugaba el dinero, se atiborraba de vino o se iba de mujeres. Algunos en vez de proponerle soluciones le hacían reproches y le achacaban la actitud del marido a su dejadez o poca dedicación a sus tareas y deberes de esposa como la costumbre tenía establecido. Aquellos que se aventuraban a darle soluciones lo hacían con las que ya ella había puesto en práctica y con resultado nulo. Usó ropas más vistosas, se mostró más cariñosa y más huraña, se esmeró en la preparación de las comidas, añadió condimentos que, al parecer de algunos, tenían propiedades acordes con aquello que se pretendía, cambió de peinado una y mil veces, se dio colorete en las mejillas y se perfiló sus ya de por sí voluptuosos labios, pero todo fue inútil: el marido continuó llegando tarde y marchándose temprano, y al volver unas veces venía herido, otras borracho, sin dinero en sus bolsillos o sin munición en su hombría.
    También era una joven devota. En una ocasión en la que se acercó a confesar comentó el caso con el párroco del pueblo, el cual le dio como única solución la oración y el encomendarse a la protección de algún santo, fundamentalmente a la de San Isidro, por ser el patrón de los labradores. Después de la confesión fue dándole vueltas en la cabeza a lo que el sacerdote le había recomendado. Desde ese momento lo puso en práctica y dedicaba todo el tiempo que su mente le permitía al rezo. Y estando entre un Padrenuestro y una serie de jaculatorias a Nuestra Señora de lo Imposible le vino a la mente lo que para ella podría ser la solución: convencer al marido de que era una persona santa. Suponía cambiar las discusiones, los reproches, los regaños, las broncas…, por halagos, adulaciones, embelecos y alabanzas por cualquier motivo que tuviese el más mínimo atisbo de ser susceptible de ello.
    Empezó por no acostarse jamás antes de que el marido llegase a la casa. Pronto supo encontrar excusas y motivos para justificar al marido en su tardanza, en el estado ebrio en que llegaba, la ausencia del dinero en sus bolsillos o los carmines y olores de perfumes extraños con los que en ocasiones aparecía. Para llevar a cabo la labor de “conversión” de su marido en “santo” contó con alguna ayuda de amigos comunes más próximos. Así, cuando algunos de estos se encontraban con él por la calle o en los caminos le alababan su buen comportamiento en el trabajo, en su dedicación a las tareas diarias en las que ponía, y eso era verdaderamente cierto, sus cinco sentidos, le ponderaban las maravillas que su mujer decía de él y los comentarios que corrían entre los vecinos sobre su bondad extrema.
    Cuando algún día llegaba antes de lo acostumbrado a su casa la esposa lo colmaba de atenciones y lo ponía por las nubes: «Éste es el hombre santo y bueno que yo conocí», le decía con una alegría en la cara que transmitía una fuerza extraordinaria a la hora de decirlo. Si un día llegaba totalmente sobrio, dejaba el dinero del bolsillo en el cajón al efecto, no olía a colonia barata y no necesitaba de yodo, alcohol ni esparadrapos, pronto oía aquello de: «Eso es lo que Dios quiere de personas como tú». Y así, poco a poco, el labrador, casi sin apercibirse, fue cayendo en la estudiada estratagema de la esposa y reconvirtiéndose en el tipo de esposo que su mujer quería.
    Aunque de vez en cuando volvía a caer en alguno de los originales pecados, el labrador, comenzó a creerse que en verdad era persona buena y digna de ser considerada como tal por todos los que junto a él desarrollaban sus tareas o convivían en algún momento del día, sobre todo debía ser considerado así por su mujer, puesto que fue ella y sólo ella la que comenzó a hacerlo sentir como persona digna de alabanza y agasajo.
    No fueron pocas las ocasiones en las que la esposa lo hacía sentirse tal. Unas veces le hablaba del cambio que gracias a su intercesión se había producido en una de las gallinas que llevaba más de dos meses sin poner un huevo (ahora los ponía a diario y de dos yemas), como la vaca y su ternero se salvaron gracias a que ella le pidió a Dios, por su intermediación, para que el parto que se presentaba tan complicado saliese bien, como el día de la tormenta grande fueron las oraciones invocándolo a él, las que consiguieron que el agua no entrase en la cuadra donde las bestias podían haber muerto ahogadas. Y un sinfín de cuestiones de la vida diaria, como hallazgo de objetos perdidos, milagrosas soluciones de cualquier tipo de problema doméstico que se presentaba, todo, todo, ella le hacía ver al marido que se debía a que sus oraciones siempre se las elevaba al Señor poniéndolo a él como su mediador. Claro… ¿quién no sucumbe ante tal cúmulo de actuaciones milagrosas? Cambió las tardes de taberna por asistencia al rezo del Santo Rosario en la iglesia parroquial y, como algunas veces regresaba demasiado tarde y se la encontraba cerrada, al llegar a casa hacía arrodillarse a la esposa y él desde una silla dirigía el rezo de la oración que instituyó santo Domingo.
    Cada vez se fue sintiendo más y más próximo a la santidad y creyó que sería conveniente que mientras llevaban a cabo las oraciones vespertinas, él debía colocarse en lugar preeminente mientras que su esposa debía adoptar fiel actitud que denotara la veneración que por él sentía. Así que dijo a la mujer que hiciese venir una tarde al carpintero del pueblo pues quería hacerle un encargo. La esposa, solícita ante el requerimiento del marido, con prontitud acudió al lugar donde el carpintero llevaba a cabo su labor y aquella misma tarde, cuando el labrador regresó del campo, se encontró a su esposa y al carpintero en la sala de la casa esperando las órdenes que debían seguir. Lo que el labrador quería era tarea no muy difícil de llevar a efecto por el carpintero: un sillón de una altura algo superior a la de uno normal, con un respaldo que sobresaliese dos palmos sobre la cabeza del labrador una vez sentado en él y con unos brazos lo suficientemente anchos como para que pudiesen descansar de modo conveniente los del labrador mientras pasaba las cuentas del rosario. Para la esposa un reclinatorio en el que ella pudiese seguir la oración dedicada a la Santísima Virgen.
    Hubo el carpintero de venir en varias ocasiones para tomar medidas de los esposos, para que tanto sillón como reclinatorio cumpliesen a la perfección con los requerimientos que el labrador quería de ellos. Solía hacerlo en las primeras horas de la mañana, antes de que el hombre de la casa se marchase al campo, y después, con más tranquilidad, comprobaba que las medidas del tronco y piernas de la mujer se adaptaban a las del reclinatorio que para ella estaba realizando.
    La esposa viendo el efecto que la industria inventada estaba produciendo en el marido, y sintiendo en cierto modo que su vida estaba cambiando en todos los sentidos, no perdía ocasión de seguir enalteciendo el santo ego del marido. Tantas lisonjas y loas le dedicaba, con cualquier motivo u ocasión, viniese o no al caso, que al esposo todo el tiempo que permanecía en la casa le parecía poco para la oración, amén del que dedicaba a la misma mientras llevaba a cabo su labor de cava, roturación, poda, escardado, siembra, o cuidado de los animales. Si estaba cavando viña le rezaba al santo Baco para que no llegase a probar o privar del zumo fermentado del fruto de las vides que estaba cavando, si lo que hacía era arar unas fanegas de tierra para su posterior siembra, rogaba a san Isidro para que el fruto de su trabajo redundara en beneficio de su hogar (en ocasiones se recostó y pretendió que la yunta arara sin su guía, como el santo Isidro, pero no lo consiguió, pensó que debió de ser porque eran mulos y no bueyes como los del milagro del santo), si estaba echando de comer a los animales le pedía a san Antonio Abad, que cuidase de las criaturas de cuatro patas a las que tanto quería, y así tenía siempre un santo para cada actividad y una oración para cada santo.
    Tanta dedicación a la plegaria y tanto ensimismamiento en su crecimiento como persona santa, hizo que el buen labrador se olvidase un bastante de las obligaciones maritales para con su esposa, la cual en un principio lo tomó como buena señal, pero que con el paso del tiempo comenzó a echarlo en falta mucho más que cuando se iba de farra con los amigos y con aquellas a las que antes hemos nombrado sin haber dicho sus nombres.
    Al poco tiempo, le pareció pequeño el sillón que se había hecho fabricar, por ello volvió a mandar venir al carpintero para que le aumentase la altura, de tal suerte que para sentarse en él tuviese que subir dos o tres peldaños. También quiso que lo cubriese con una especie de cúpula circular al estilo del púlpito de la iglesia parroquial desde el que el sacerdote se dirigía a los fieles en ocasiones señaladas dentro del año litúrgico.
    La construcción del artilugio se llevó su tiempo y en esta ocasión el carpintero tuvo que venir a casa del labrador en ausencia del dueño de hacienda y personas. Las horas que el carpintero pasaba dentro de la casa no eran pocas, porque el artificio que quería montar tenía su intríngulis y porque al carpintero cada día se le hacía más agradable la contemplación de la bella figura de la esposa del labrador. Ésta también gustaba de contemplar al bizarro artesano mientras llevaba a cabo su labor de transformación del sillón en púlpito, peana u hornacina, o todas las cosas juntas, que en muchas ocasiones las explicaciones del labrador referente a lo que quería para poder dirigir la oración no eran muy claras.
    Las miradas entre ambos comenzaron a perder la candidez de los primeros días, y el ardor de las mismas les recorría sus cuerpos anhelantes. Cuando estaba concluyéndose la colocación en la sala del artefacto no era extraño que los roces entre ellos hiciesen que afloraran los básicos instintos de empleado y esposa del empleador. Un tanto avergonzados se sentían cuando por la tarde llegaba el marido y ellos estaban colocando la loneta que cubría el artilugio, pues no querían que el labrador lo viese hasta el momento en el que llegase la hora de su inauguración. Solían salir de la casa labrador y carpintero y al rato volvía el primero que después de ser convenientemente halagado por la esposa cenaban y, dependiendo de su estado, y del que en ella quedó tras el trabajo del carpintero, ocurría una u otra cosa, normalmente nada.
    El día de la inauguración pidió el labrador al carpintero que se quedase con ellos para llevar a cabo las oraciones de rigor. Todos, en actitud piadosísima, comenzaron las preces. Al poco, el carpintero observó, sin dar crédito a sus ojos, cómo el labrador entornaba los ojos y entraba en una especie de éxtasis. Ya no rezaba, sólo balbucía frases inconexas que daban a entender que aunque su cuerpo estaba allí, encima de esa especie de peana que habían fabricado, su mente se encontraba alcanzando el nirvana que sólo los justos pueden alcanzar. La mujer del labrador se aproximó al carpintero en actitud temerosa y recibió el apoyo y el consuelo de los viriles brazos del fabricante de mesas y sillas.
    Esta primera experiencia se repetiría por días sucesivos. El carpintero se unía todas las tardes a los rezos de la familia de labriegos y cuando el santo labrador alcanzaba el éxtasis, él arrullaba a la temblorosa paloma que, tarde sí y tarde también, sucumbía a la tentación carpinteril. El labrador se sentía henchido de satisfacción y admiraba y alababa al carpintero por la perfecta fabricación de artilugio tan excelso y por su puntualidad para el rezo diario y sus pocas prisas por abandonar el domicilio.
    Si alguna de aquellas tardes en las que el labrador alcanzaba el éxtasis, los gemidos de la esposa cuando se sentía transportada a otros mundos por el empuje del carpintero hacían que volviese del letargo, la esposa pronto lo retornaba a su estado semi cataléptico diciéndole entre sollozos que todo se debía al fervor con el que estaba dando gracias por su milagrosa transformación. Cuando los contentos provenían del carpintero, el “santo” labrador ya se imaginaba que eran debidos a motivos similares a los de su esposa; y nunca, nunca, se equivocaba.
    Así fue como la abnegada esposa consiguió que la normalidad volviera al hogar del labrador. Se acabaron las borracheras, pendencias, amoríos y juegos de azar. Esto supuso una época de gran tranquilidad y sosiego en el seno de la familia de labradores y todos disfrutaron en grado supremo de la subida a los altares del labrador que, desde que alcanzó tal estatus, se sintió el ser más feliz de la creación. Tampoco le iban a la zaga en el mismo sentimiento su esposa y el carpintero.
    Dicen que con el tiempo se llegó a saber que el éxtasis que llegaba a alcanzar el santo labrador se debía en parte a una tisana salutífera muy especial que la esposa le hacía beber poco antes de que comenzasen con los anhelados rezos del atardecer. Y así supongo que sería, porque si no… díganme ustedes.