PRÓLOGO
Gozosa
experiencia la vivida
recientemente leyendo, con auténtica avidez, no exenta de
sorpresa, esta
original y atrevida versión, en romance castellano, de la
primera parte del
Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, escrita por Teodoro R.
Martín de
Molina, maestro de Inglés en el I.E.S. de Alfacar
y nacido en la histórica villa malagueña de
Gaucín, en plena
Serranía de Ronda, en cuyo territorio encontró la muerte,
en 1309, don Alfonso
Pérez de Guzmán, conocido como Guzmán el Bueno –al
igual que Alonso Quijano “a
quien sus costumbres dieron el renombre de Bueno”–, primer
señor de
Sanlúcar de Barrameda, fundador de
la
Casa de Medinasidonia y heroico defensor, en el siglo XIV, de la plaza
de
Tarifa. De ésta y otras gestas ocurridas por aquellos lugares y
oídas de su
mayores, bebería Teodoro en sus años mozos para alcanzar
su afición por el
octosílabo del romance que culmina en este texto que con agrado
prologo.También es Teodoro un asiduo residente de Las Alpujarras, ya que casó en su día con moza de Alcázar, anejo hoy de Órjiva –localidad con una de las más importantes bibliotecas de Andalucía sobre el Quijote–, la enigmática “Exoche” de los griegos, que aparece recostada sobre el ameno y feraz valle del Guadalfeo, circundado de altas montañas y regado por cuatro ríos y multitud de “acequias, que bajan desde la nieve cantando coplas eternas, al son de músicas tenues”. Seguro que los paisajes rondeño y alpujarreño, tan próximos en casi todo, han irradiado sus influjos sobre el subconsciente del autor para realizar esta otra gesta incruenta en la que las armas usadas han sido la pluma y el pergamino. Sí, querido lector, tal como suena, Teodoro consigue una recreación fiel, ágil y sonora del inmortal Don Quijote (primera parte), con rima asonante diferenciada para cada uno de sus 52 capítulos, desde el apartado “que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo manchego”:
“En un
lugar de la Mancha
del que
no quiero acordarme no ha mucho tiempo vivía un hidalgo muy notable...” Hasta
el capítulo que marca el final de la primera parte, con la
magistral narración
“de la pendencia que don Quijote tuvo con el cabrero, con la rara
aventura de
los disciplinantes, a quien dio felice fin a costa de su sudor”:
“Sobre
el fin de don Quijote
la buena
suerte mandó
que un
médico custodiase,
en el
fondo de un cajón,
unos
cuantos pergaminos
que,
escritos con gran primor,
hablaban
de Dulcinea
y lo
hacían con dulzor,
del fiel
escudero Sancho,
y del
amo, su señor;
también
de la sepultura
y lo que allí se
escribió:
epitafios
y sonetos
que
loaban con fervor
al más
grande caballero
que en
este mundo existió”.
Se necesitan arrestos, recursos,
imaginación y buenas cualidades expresivas para correr paralelo
a Cervantes la
aventura de dar a luz una publicación de estas
características, para concluir y
poner en manos del lector esta insólita obra de
adaptación literaria, ejecutada
con notable fidelidad y no menor acierto. Atrevida y hermosa aventura
que ha
tenido un feliz desenlace, gracias a la tenacidad, vocación y
aptitudes de este
querido, admirado y tesonero maestro.
Podría parecer una irreverencia –nos
advierte Teodoro en la introducción de su obra– el hecho de
afrontar la
recreación de una parte fundamental de la novela cervantina.
Pero no fue tal
–entendemos nosotros– el noble propósito de nuestro autor, sino
el de llevar a
cabo, con la mayor de las ilusiones, un
apasionante reto que a la postre le ha producido la satisfacción
de haber
descubierto, a través de la reiterada lectura y reflexión
sobre el Quijote, la
grandeza y el valor literario de la inmortal obra de Cervantes. “Han
sido
muchas horas de lectura –nos recuerda Teodoro con orgullo– de leer y
volver a
leer capítulos y párrafos, párrafos y
capítulos, para tratar de reflejar, con
la máxima fidelidad posible, lo que, con inigualable
maestría nos relata
Cervantes en su obra”. Otro de los propósitos de nuestro
autor al publicar
su original versión del Quijote, ha sido, sin duda, “la voluntad
de ofrecer a
los lectores de las diferentes edades otra forma de acercarse al
Ingenioso
hidalgo de la Mancha”. Y ya ven ustedes, queridos lectores:
eligió la forma y
estilo de expresión contenido en el Romancero, de rancia y
sonora cadencia,
fácil de memorizar y dramatizar, que tan bien supo aprovechar
Miguel de
Cervantes no sólo para enriquecer y empapar de casticismo su
propia
fraseología, sino para facilitar, según Menéndez
Pidal, “la invención misma de
la novela, aunque en modo muy diverso de como lo había
aprovechado en la
aventura de los mercaderes toledanos”. El uso, cómico o
grotesco, que hace
Cervantes del romance, según le interese, nos lo refleja
Menéndez Pidal cuando
nos dice: “...los elementos grotescos
que aparecen en la aventura del romance del marqués de Mantua
están totalmente
ausentes del episodio inspirado en los romances de Montesinos, que
sobresale
por su delicado sentimiento cómico.” Después nos recuerda
don Ramón que son
varias las aventuras del Quijote que “...contienen algún
recuerdo del
Romancero” (MENÉNDEZ PIDAL, R., De Cervantes a Lope de Vega,
Colección
Austral, Ed. Espasa Calpe, S.A., 6ª edición, Madrid, 1964,
pp. 44-45). Teodoro R. Martín realiza en esta
obra, en cierta
medida, el recorrido del juglar: partiendo de la historia del Quijote
la
romancea para acercárnosla contada como en los romances
castellanos,
presentándonos una lectura ágil, musical y rítmica
de la obra, origen y
paradigma de la novela moderna: las aventuras y desventuras de don
Quijote, la
socarrona y rústica sabiduría de su escudero Sancho y las
andanzas, leyendas y
sucedidos relacionados con otros personajes de indudable interés
histórico-literario dentro del contexto y estructura de la
narración original. Y lo ha hecho remedando a nuestros autores
más
consagrados: Antonio Machado, Alberti, Villalón, García
Lorca, Cernuda, Luis
Rosales; creadores contemporáneos de romances, lo que manifiesta
la vitalidad y
permanencia de un género consolidado desde los clásicos
hasta la popularización
en los romances de ciegos, y que ha sabido fundir –en feliz
expresión de Reyes
Cano– “lo viejo y lo nuevo en el crisol fecundo y vivo de la literatura
hispánica”. Y es que el romance -no lo olvidemos- ha sido y
sigue siendo el
cauce poético que creó el pueblo para cantar su dolor,
describir situaciones y
cuadros y manifestar sus alegrías; para contar y difundir las
aventuras y
desventuras de sus gentes, o, simplemente, para airear, en un mentidero
cualquiera, viejas historias de amor o desamor, de celos incontenidos o
de
apasionados requiebros, protagonizados por príncipes,
caballeros, gañanes o
pastores. Da igual. Y todo dicho con claridad, brevedad narrativa,
sobriedad
ornamental y claro predominio de la intuición sobre la
lógica. En definitiva,
poesía esencializadora, que sabe prescindir de lo accesorio y
concentrarse en
un núcleo quintaesenciado, para información del lector: “Has de ser uno conmigo y aquí sentado te quiero que aunque soy tu amo y
señor formamos un mismo cuerpo; y que comas de mi plato y bebas lo que yo bebo; la andante caballería, al igual que el amor mesmo, a los hombres los iguala desde el último al primero.”
Gracias,
Teodoro, por habernos regalado esta preciosa primera parte del Quijote
en la lengua de los viejos trovadores, que supieron transmitir en su
tiempo al
pueblo llano el mensaje, estremecido y sonoro, de su cultura ancestral,
para
distraer los ocios de campesinos, menestrales y pastores; los juegos de
los
niños y los amores y requiebros de las mozas y de los mozos
casaderos...
En manos, pues, de los lectores y
lectoras de nuestros días, que viven un tanto distraídos
por el ruido y el
influjo de una tecnología enajenante, ponemos esta preciosa obra
de recreación
literaria que, como sugiere su autor, ha de animarles a una posterior
lectura
pausada, reflexiva y provechosa del Ingenioso hidalgo Don Quijote
de la
Mancha.
Miguel J. CARRASCOSA SALAS.
Presidente
del Centro UNESCO de Andalucía. Granada,
mayo del Año del Señor de 2005. |