The Avenue

(Verano en Dublín)

25. NUEVO TRABAJO

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No sé muy bien el motivo, pero cuando llevaba poco más de un mes en el hotel me ascendieron a cabo. A cabo segundo, ni tan siquiera a cabo primero, pero en definitiva un ascenso: de pinche de cocina pasé a ser porter del hotel y help waiter. Lo que más me alegró de mi ascenso fue perder de vista a Kevin y evitar su manía persecutoria para conmigo. Bueno, no lo perdí de vista, pero no lo tenía que estar viendo a cada momento y no dependía de él para nada.

Mi inglés había comenzado a tener cierta fluidez y, con no pocos esfuerzos, comenzaba a entender cuando me hablaban y ellos comenzaban a entenderme a mí.

A nadie le resultó extraño que despidieran a Allan, a mí sí me resultó raro que me eligieran para sustituirlo, seguro que Jack y alguna recepcionista tuvieron algo que ver en ello.

Efectivamente, aunque no me dijeron nada, sabía que Jack y Miss Kelly fueron los que abogaron por mí para ocupar el puesto vacante de porter. Ellos me explicaron detenidamente mis nuevas funciones. En esta ocasión presté la máxima atención a sus palabras y cuando algo no se me quedaba claro les pedía que me lo volvieran a repetir hasta que me quedé con el cante de todo. No era cosa muy complicada pero sí implicaba la realización de multitud de tareas.

Me dieron una chaquetilla blanca que con mi pantalón negro de vestir hacían un uniforme perfecto. Cuando tenía que atender en el restaurante o en el lounge se completaba el uniforme con una pajarita negra que se ajustaba al cuello por medio de un elástico. Si estaba dedicado a otras tareas la pajarita desaparecía y, a veces, hasta la chaquetilla. No siempre tenía que estar cara al público, por ejemplo cuando tenía que limpiar los servicios de caballeros que había en el pasillo para las urgencias o para uso de los clientes que tomaban sus tés, cafés o copas y refrescos en el salón-cafetería, al que ellos llamaban lounge.

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Mi relación con los huéspedes se limitaba a servirles y poco más. No poseía yo una fluidez suficiente como para entablar con ellos una conversación más allá de preguntarles por lo que deseaban y poner los siete sentidos para que lo que le pusiese delante fuese lo que me habían pedido. Normalmente eran parejas llegadas desde otras partes de Irlanda o de Inglaterra, sobre todo de Liverpool desde donde había una línea de ferry directa con Dún Laoghaire.

 Recuerdo a una familia de la ciudad de los Beatles formada por un  matrimonio y una chiquilla de unos trece o catorce años. La muchachita, desde que los acompañé a su habitación, llevando sus maletas, siempre que nos cruzábamos en los pasillos o en cualquier otra dependencia del hotel, me miraba con unos ojitos que cuando se topaban con los míos los retiraba enseguida al tiempo que el rubor le subía a las mejillas. Después volvía a buscar mi mirada y de nuevo se repetía la situación. La madre, que siempre estaba cerca de ella, pronto se apercibió del azoramiento de la hija y en cuanto me veía aparecer reclamaba la atención de la chiquilla para evitar cualquier tentación, algo que yo agradecía en mi interior aunque no por ello dejase de esbozar una leve sonrisa dedicada a madre e hija, a cada una por motivos distintos. En una ocasión, no sé cómo se las ingeniaría, apareció sola en el comedor mientras yo limpiaba las copas. Me miró fijamente, respiró profundamente y se puso a hablar y hablar, y no paraba. Yo la miraba y me admiraba de cómo se podía hablar tan bien inglés, y con tal rapidez sin que yo le entendiera ni una sola palabra de lo que me decía. Me reía de mi estupidez, pues me pasaba como al portugués de la rima, que se asombraba de que todos los niños en Francia supieran hablar francés, ¡qué personas más tontas, el portugués y yo!  Ante mi falta de respuesta a sus palabras y la cara de asombro que debía de tener, me miró con ojos de princesa derrotada mientras lanzaba un suspiro. Poniendo los dedos sobre sus labios envió un beso al aire con movimiento sutil, justo al tiempo que su madre la llamaba con cara de pocos amigos.

 Desde que comencé con mi nuevo trabajo la relación con las recepcionistas, camareros y maître cambió para mejor. En general mi situación en el hotel era más cómoda y más gratificante. Las recepcionistas de tarde me ayudaban en mi nuevo cometido, ellas algunas veces eran las que hacían ese trabajo en el lounge y tenían cierta experiencia. Cuando se acumulaba el trabajo además de ellas, el camarero que se quedaba de guardia también me echaba una mano. Todos se mostraban comprensivos con mis fallos al principio y satisfechos cuando vieron que al poco ya me movía con desenvoltura en mis nuevas funciones.

Con quien volví a tener problemas fue con Miss Morgan, la directora.

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