Teodoro Martín de Molina

LA PESADILLA

       La torre del homenaje era el lugar ideal para relajar la vista, el espíritu y cada una de las distintas fibras que conforman los músculos de nuestro cuerpo. Me encontraba plácidamente tratando de no claudicar ante los poco recomendables pensamientos y paliar los amargos sentimientos acumulados tras las tensiones de los días precedentes.
    Provisto de unos buenos prismáticos, contemplaba extasiado el paisaje inigualable que desde allí se descubría: al norte, lo más intrincado de la extraordinaria sucesión de sierras y montes que antaño habían sido reducto de singulares Robin Hood; por el este, el valle del Río que fertiliza las huertas en las que nuestros antepasados moriscos nos dejaron los caces y acequias con las que regar los productos primorosos que de sus huertos llegaban a la población artesana y comerciante de la villa, parte de él limitado por dos sierras unidas por una suave hendidura y en la que de pequeños veíamos un gigantesco camello en el que los niños solíamos cabalgar por los desiertos del sur provistos de odres llenos de agua fresca recogida en algunos de los manantiales cercanos a la fuente principal; al oeste la silueta volcánica de la Sierra que cada tarde escondía al sol antes de que la luna iluminara los caminos por los que corrían los nocturnos habitantes salvajes que tanto abundaban y que solían buscar sus guaridas junto a las oquedades naturales que el lugar les proporcionaba; y al sur, en la lejanía, el recodo marino, junto a la roca usurpada y libre, daban paso a las montañas primeras del último de los continentes, todo esto se vislumbraba al final del valle del otro río, el que recibía al nuestro para juntos acabar muriendo como la estrofa manriqueña dice que le ocurre a nuestra vida.
    Estaba tan absorto admirando las hermosas y lejanas vistas que no me percaté de que algo estaba cambiando en el espacio más cercano que me rodeaba. El pueblo en sí, sus casas, sus habitantes y todo lo que antes era el lugar que tanto amaba, había desaparecido tal y como yo lo conocía, tal y como era cuando vivía en él, tal y como era unos minutos antes cuando lo dejé para encaramarme a lo más alto de la fortaleza. La torre de la iglesia, anciana y esbelta como suelen ser muchas de las torres mudéjares de las iglesias andaluzas, ya no se divisaba; el vetusto convento ya no estaba en el lugar de siempre, el barrio de arriba y el barrio de abajo no existían, los arrabales habían desaparecido, no distinguía ninguna de las plazas en las que tanto correteé cuando niño. Las viviendas ya no tenían los hermosos patios repletos de flores en tiestos y arriates, sus dependencias adyacentes tampoco pertenecían ya al paisaje urbano de mi pueblo, las casas habían dejado de estar situadas unas frente a las otras formando hileras irregulares que daban lugar a las serpenteantes y estrechas calles por las que corrían los chiquillos, las muchachas y muchachos, robándose y regalándose besos, paseaban cogidos de la mano y los ancianos se sentaban en los poyetes de algunas de las paredes o a la puerta de sus casas para tomar el sol de otoño que tanto agradece la gastada piel de las personas mayores. Ahora estaban colocadas en forma vertical: las casas de una calle sobre una de las plazas, y sobre ésta otra calle, otro barrio, una plazoleta, un rincón, unas esquinas, todo encima y debajo de todo. Cuando quise volver a mirar a la Sierra me percaté de que estaba oculta por un rascacielos formado por muchas de las antiguas casas del pueblo y que alcazaba una altura superior a la del lugar donde me encontraba. Desde allí ya no podía ver sus escarpadas laderas, jalonadas de tajos enormes y que entre barrancos profundos ascendían hasta lo más alto de la explanada rodeada de enormes piedras que a modo de corona la remataba.
    Al girarme, comprobé que otro rascacielos de similar altitud me impedía contemplar al fondo el valle del Río. Quise ver si ocurría lo mismo por el norte y por el sur y pude constatar atónito que el pueblo se había quedado reducido a cuatro moles que ocupaban cada uno de sus puntos cardinales y que acababan de sustituir el maravilloso paisaje anterior por un sinfín de espacios cubicados en los que habitaban unos seres extraños mezcla de raposas y de hienas. Estos se habían repartido los espacios naturales del lugar, incluidas las casitas de rojos tejados y blancas paredes, tras una truculenta partida de Monopoly. Las inmensas cristaleras que revestían sus rectilíneos y acerados muros dejaban ver a las bestias bailando grotescamente, ataviadas con vestimentas carnavalescas o mostrando impúdicamente sus desnudeces a las otras alimañas del rascacielos de enfrente. Acompañaban los bailes con gritos y saltos infernales, mientras una fila de decapitados sirvientes portaba bandejas en las que sus propias cabezas eran el manjar que se ofrecía a los bailarines, que desprovistos de corazón hurgaban en el pecho de los sirvientes en busca del motor de la vida.
    Sobre cada uno de esos enormes edificios creí ver la figura de un animal que a modo de guarda, observaba todo lo que sucedía alrededor. Estaban sujetos por cadenas que portaban otras bestias que eran las que les decían cuando tenían que ladrar, cuando gruñir, gemir o babosear. Los envidié por un momento, pues pensé que ellos desde las alturas podrían seguir contemplando el paisaje que yo acababa de perder hacía tan poco. Pronto me di cuenta de que las nubes apiñadas en las alturas también les impedían poder ver más allá de lo que tenían próximo a sus babeantes fauces.
    Me pareció ver a cuatro pérfidos personajes que con sus correspondientes asistentes dominaban cada uno de esos edificios extravagantes y enormes que, en su megalomanía, las bestias se habían hecho construir por arquitectos venidos de los más corruptos lugares del planeta. Antes, ayudados de portavoces inicuos, en su tarea diaria habían conseguido engañar a todo el rebaño, al que decían cuidar, hasta acabar una a una con todas las ovejas para, finalmente, tras fagocitarlas con sus falsas promesas en un aquelarre de gula y crueldad, destrozar el redil en el que hasta entonces y desde tiempos inmemoriales habían habitado, tanto en las noches de invierno cuando se querían guarecer de las humedades propias del clima del lugar, como en  los calurosos días del estío para apaciguar el bochorno de la estación.
    Abajo, al pie del recinto, en el lugar que antes ocupaba el camposanto, vi que en una ostentosa vivienda habitaba el que, al parecer, había sido uno de los causantes de todos estos sobrevenidos cambios en el pueblo. Allí lo tenían confinado los guardianes para que no intentase romper el acuerdo al que con ellos había llegado –dudaban de él, hacía poco que acababa de romper un acuerdo con sus adversarios naturales–. Porque no estuviese solo, los guardianes le permitieron la compañía de una empleada, a modo de la mujer que en el paraíso fue la primera compañera del hombre. Pude comprobar que esta vivienda ocupaba el centro geométrico del cuadrado que formaban los cuatros rascacielos adyacentes. Allá, en las profundidades, el fementido y su acompañante parecían estar más cerca del infierno que los mismos demonios que habitaban los edificios.
    Empezaba a anochecer. La hermana Luna, la que tantas noches iluminaba los senderos próximos al pueblo por los que se desplazaban antes los campesinos en busca y de vuelta del trabajo que aportaba el sustento a sus familias, esa noche no pudo reflejar la luz del sol. Tímida y desconcertada, casi apagada tras las umbrías nubes, apenas se mostró por el horizonte, con paso silente avanzó sobre la bóveda antes de desaparecer al amanecer. No reconocía el lugar sobre el que se desplazaba. Se frotó y frotó los ojos para tratar de encontrar el pueblo con forma de lagarto recostado al sol, que desde que el mundo era mundo lo había sobrevolado, observando, con el paso de los siglos, su evolución milenaria. Ella conocía como nadie los distintos cambios que se habían ido produciendo en la morfología urbana a lo largo de los tiempos, pero esa noche le sucedió lo mismo que a mí: de pronto todo era distinto, nada guardaba la más mínima similitud con lo que vio la noche anterior. Intentó buscar sus viviendas, a sus habitantes, los espacios libres, las angostas calles en cuyos rincones, en tantas ocasiones, había depositado sus reflejos para alumbrar a los enamorados que extasiados la contemplaban mientras se arrullaban el uno al otro en un inacabable canto de amor. En vez de oír sus palabras, oyó los ladridos de los cuatro guardianes y los gritos y alaridos de las sabandijas en su desenfreno sin sentido. La tristeza se apoderó de ella y unas gruesas lágrimas comenzaron a manarle sin tregua para el respiro. Las estrellas, allá en lo alto, vieron el dolor y el desconsuelo de la luna y también sintieron deseos irreprimibles de llorar. De pronto, el llanto del cielo se convirtió en un aguacero interminable que comenzó a descargar sobre los cuatro edificios que habían engullido el sitio donde vivió la gente que tanto quise. La lluvia torrencial no cesó a lo largo de toda la noche.
En un principio, las fieras se revolcaban en los artificiales oteros que suponían la parte superior de los edificios. Se sentían en su medio, eran animales expertos en guardar el ganado y en atravesar cualquier corriente por muy brava que ésta fuera. Obcecados por disfrutar de su momento de gloria, ni ellos, ni sus mentores, ni los bichos que habitaban en los edificios, se percataron de la trampa en la que las cuatros gigantescas construcciones se habían convertido. Los enormes prismas de acero y cristal formaban un espacio cerrado, en el centro del cual se encontraba la vivienda del muñidor de todo este desaguisado. El que desertó de los que en él habían confiado.
    El agua comenzó a anegar la vivienda y sus dos habitantes comenzaron a flotar en ella. Conforme iban subiendo y subiendo veían cómo las alimañas trepaban piso tras piso siguiendo a Lucifer travestido de hada que, con megáfono en ristre, los guiaba tratando de alcanzar la parte superior de los edificios en busca de la salvación. Pero la lluvia no cesaba. Cuando a la luna se le añadieron las estrellas en su llanto, el caudal de agua se multiplicó por infinito, de tal manera que en poco tiempo los de la vivienda y los ocupantes de los cuatro rascacielos se encontraban a la altura de los guardianes que no dudaron ni un momento en devorarlos a todos, incluidos sus propios asistentes. Después, el agotamiento les hizo imposible salir del remolino que se formó cuando el propio peso del agua socavó los cimientos de la vivienda del conspirador y su empleada, abriendo una grieta por la que cada vez en mayor abundancia fueron escapándose en imparable cascada todas las lágrimas que esa noche el cielo lloró sobre lo que antes había sido mi tierra, con ellas se fueron por el sobrevenido desagüe todos los restos de las bestias y demás secuaces que acabaron con su fisonomía de siempre.
    Esa noche, mientras contemplaba lo antes descrito, lloré y lloré. Mis lágrimas se unieron a las del cielo. Lloré amargamente por el pueblo, por sus gentes, por los que habían venido hasta  él en los siglos pasados y por los que lo habían hecho en épocas recientes, por los que lo habitaron siendo dominados y siendo dominadores, por todos aquellos que independientemente de su condición, situación y circunstancias lo amaron sobre todas las cosas, por encima de aquellos que decían defenderlo cuando sólo defendían sus propios caudales, por encima de lo que significaban esos cuatro perros de agua que ladraban incesantemente para conseguir que las ovejas se acercasen al rebaño de lobos que habitaban los interiores acristalados de los edificios gigantes. Sentí pena por mis antepasados que siempre me inculcaron el amor a los míos y a los otros, a lo próximo y a lo lejano afectivamente. Entre los míos estaban mis amigos y compañeros de infancia, mis vecinos, la gente con la que cada día me topaba cuando iba por la calle, cuando me acercaba hasta el templo, al pasear por sus alrededores, al entrar en las tiendas y en los negocios o talleres, en el momento de la diversión mientras tomábamos una gaseosa o una cerveza o intentábamos conseguir una sonrisa de aquella que tanto nos sorbía el seso…
    Bañado en sudor, pensé por un momento que me ahogaba en mi propio llanto. Tuve que pellizcarme el cuerpo para recuperar el alma. Al volver a la realidad sentí pena por mí, por haber sido testigo de esa visión infame, pero no sentí pena de mi pueblo, porque tenía la convicción, la certeza firmemente fundada, de que a pesar de que pareciera imposible resurgiría como el ave Fénix, como lo había sabido hacer en tantas y tantas ocasiones a pesar de los guardianes que por desgracia en ocasiones como la narrada le tocó sufrir.