Teodoro R. Martín de Molina

Risas y besos

A

l entrar en el viejo edificio de Correos reparó en aquel hombre de vestimenta estrafalaria y edad indefinida, aunque siempre dentro de lo que damos en llamar tercera. Se hallaba sentado en las escalinatas de acceso al vestíbulo. Debía estar haciendo hora, pues al momento de abrirse las puertas al público, con insospechada habilidad, subió los escalones y pronto estaba recogiendo uno de los primeros números de la cola. Vestía una chaqueta de la que su menudo cuerpo dejaba sin ocupar dos o tres tallas como mínimo. Los pantalones, con un par de vueltas en los bajos, los sujetaba a la cintura un cordón blanco que hacía las veces de correa. Al andar se apreciaba el arqueo de sus piernas reminiscencia de raquitismo infantil. Se movía con pasos cortos y titubeantes. Iba tocado con un sombrero de fieltro que por la época del año, verano recién inaugu­rado, daba a entender que era la única prenda de la que disponía para cubrirse y mitigar el sol, que no el calor; lo llevaba echado hacia atrás y dejaba ver un rostro bonachón cubierto de una poblada barba de color oscuro veteada de ligeros mechones de algodón. Ojos vivos detrás de unas lentes redondas, labios carnosos y lengua caudalosa:

−Sí, sí. Y dirán que soy un pobretón, pero, ya, ya. Muchos quisie­ran tener lo que yo tengo. Lo reparto por todos lados, me sale sin darme cuenta. Doy y recibo, recibo y doy. Usted, jovencita ¿está necesitada de amistad por encontrarse lejos de su país? –Se dirigía a una joven de rasgos asiáticos−. Pues yo se la puedo proporcionar por el módico pre­cio de una muestra de afecto. Aquí, en este bolsillo –mostraba el gran bolsillo derecho de su chaqueta, completamente vacío− guardo miles de sonrisas con las que me pagaron otros tantos ofrecimientos de amistad –la joven, sin saber muy bien por qué, le sonrió−. Hala, pues ya tengo otra más. Cuando me encuentre en mi hogar, triste hogar, buscaré su sonrisa y seguro que me hará esbozar otra de felicidad. Aquí en este otro bolsillo –señalaba al izquierdo− almaceno los besos que he recibido en la última semana, los anteriores los tengo en una gran mochila que me regaló el mayor de los hijos, aquél al que le di un beso hace no sé cuántos años y del que aún mantengo en mis labios el sabor del sudor frío de su frente. No lo he vuelto a ver, saben ustedes, se fue, se fue a…

Llevaba poco tiempo de “segurata”, por eso se fijó en Donato, el anciano que cada primer lunes de mes a primera hora, como si de un acto litúrgico se tratara, acudía a Correos a poner un giro postal, siempre por el mismo importe y siempre a la misma dirección. Todos los empleados de la oficina central lo conocían y muchos llevaban años escuchando la salmodia del anciano de lentes redondas y ojos perspicaces.

−Por favor, señorita, dígame a cuánto asciende el importe total de la operación –de más sabía que eran doce con treinta y cuatro. Desde la última subida de las tarifas, dos con treinta y cuatro era la correspondiente a los diez euros del giro, pero siempre le gustaba preguntar al funcionario de turno para escuchar aquello de:

−Son doce con treinta y cuatro, señor. Mire a ver si lo tiene suelto, tan temprano no disponemos de mucho cambio.

−Bueno, bueno. Miraré en los bolsillos por ver si tengo alguna calderilla, si no tendré que volver a darles un billete de quinientos, son de los que más tengo –decía Donato, al tiempo que rebuscaba en los bolsillos del pantalón−. Hoy hemos tenido suerte, aquí está lo solicitado. Guardaré el billete de quinientos para mejor ocasión y empleo –concluyó el anciano, al tiempo que del bolsillo superior de la chaqueta, donde asomaban las puntas de un pañuelo rojo a juego con la pequeña insignia que llevaba en el ojal de la solapa, dejó entrever lo que parecía ser un manojo de billetes de los de color violeta.

El de seguridad, que lo observaba atentamente, se acercó al anciano y en tono conciliador le pidió que dejase de molestar a los demás usuarios del servicio con su cháchara, así que lo invitó a callarse o, en caso contrario, a que abandonara el local.

Sin argumentar nada, el de la lengua fluida, empujó la puerta giratoria y se dispuso a abandonar la oficina de Correos. No acababa de traspasar el umbral de la puerta exterior del edifico cuando el guardia de seguridad lo alcanzó:

−No crea usted que lo he invitado a salir del local porque me molestara lo que estaba diciendo, ha sido pensando en su seguridad: son vicios de la profesión. Usted no puede ir por el mundo alardeando de billetes de esa cuantía. Dios sabe quién lo puede estar escuchando y, sin que usted se percate, podría seguirlo y tratar de robarle el dinero que seguro habrá conseguido con el esfuerzo de una vida de trabajo.

Donato podía aparentar ser cualquier cosa, cualquiera, menos alguien que hubiese dedicado su vida al trabajo. Por ello cuando se sintió nombrado como persona laboriosa miró de arriba abajo al encargado de mantener el orden en la oficina de Correos sin comentar nada, tampoco hacía falta, su mirada de desprecio lo decía todo.

No obstante, el de seguridad prosiguió en su intento de aconsejar al señor del sombrero de fieltro:

−Bien haría usted en tener ese dinero en el banco a buen recaudo. Los amigos de lo ajeno abundan hoy que es un contento, y no sabe uno dónde ni cuándo pueden estar al acecho de personas despreocupadas como usted.

−Le agradezco su interés por mi seguridad y la de mis posibles ahorrillos, pero, mi inestimado señor, el miedo siempre es inducido, nunca innato y… yo ya tengo cierta edad. Puedo decirle que el que nada ha hecho a nada tiene que temer. Sin embargo recuerde el día en el que inesperadamente volvamos a vernos que si busca amistad encontrará amistad, mas si lo que pretende es riqueza, quizá encuentre perdición.

 

Al siguiente primer lunes de mes Donato no hizo acto de presencia en la oficina de Correos. Algunos de los empleados del turno de la mañana lo echaron en falta. Tampoco se presentó al trabajo el guardia de seguridad consejero. Éste, el sábado anterior por la tarde, fue ingresado en la unidad de salud mental del hospital provincial. Llevaba varios días sin tan siquiera poder descabezar un pequeño sueño aquejado de fuertes ataques de risa incontenible que iban acompañados de profusión de besos al aire, dirigidos a todo aquél con el que se cruzaba por las calles de la ciudad. Un día antes, el viernes, apareció una curiosa noticia en la sección de sucesos del periódico local:

“Ayer un conocido indigente de la ciudad, cuyo nombre responde a las iniciales D B C, fue hallado muerto en su domicilio. Los vecinos dieron parte a la policía local pues en el interior de la vivienda no cesaban de oírse, ininterrumpidamente, risas y besos en los últimos dos días. Los representantes del orden mostraron su asombro cuando al forzar la puerta notaron una especie de alegre y risueña brisa que los envolvió por un instante, de inmediato cesaron las risas y dejó de percibirse el chasqueo de labios. Los agentes hallaron el cuerpo sin vida del anciano rodeado de billetes de 500 euros burdamente falsificados. Observaron que el falso dinero provenía del forro de la enorme chaqueta que vestía el mendigo, que al parecer, había sido asesinado con las mismas tijeras con las que le habían descosido la chaqueta. En una de sus manos, fuertemente apretado, encontraron un sobre que contenía doce euros y treinta y cuatro céntimos junto a un papel en el que estaba escrita, lo que pudiera ser, una dirección en una imaginaria ciudad de un país lejano. Es todo lo que ha trascendido del suceso. El caso ha pasado al juzgado de instrucción Nº 1, cuya titular ha decretado el secreto del sumario”.

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