En la villa de Gaucín, casi perdida en el mapa, allá en las sierras de Ronda en la provincia de Málaga, existe un bello paraje que la Adelfilla se llama, donde sucedió un tal hecho que al mundo entero admirara. De todos fue conocido y como muestra nos basta decir que Lope de Vega lo rememoró en un drama, y el Papa Juan XXIII decían que lo entroncaba con el del Santo Cristóbal que al Niño Dios transportara. Para algunos es leyenda, para otros es verdad clara, y a los que allí hemos nacido que no nos digan que es farsa; no se siembre duda alguna en lo que ahora se narra: Juan Ciudad, un portugués, al que en Évora alumbraran pronto dejó su país viniéndose para España a la ciudad de Oropesa en las costas valencianas. Después de guardar ganado probó suerte con las armas y con el gran Carlos V en muy famosas batallas llegó el joven a luchar contra el turco y sus mesnadas. En una de aquellas guerras a muerte lo condenaran y pudo perder la vida si la Virgen no lo salva. Abandonó la milicia, y los caminos hollara dedicándose a vender los libros y las estampas que hablaban de religión y de las cosas más santas, con lo que de esta manera su apostolado empezaba. Haciendo otro menester, allá en el norte de África, mientras que era un albañil a gente necesitada la comenzó a socorrer sin pedirle a cambio nada. Después pasó a Gibraltar donde la vida pasaba entre la venta de libros y el trajín con la quincalla, y desde allí comenzó camino que lo llevara a ganar la vida eterna, aquella que al hombre salva. Cuando cargado de libros se dirigía a Granada al cruzar por el Genal oye una voz que lo llama. Al buscar de dónde viene la dulce voz que escuchara, a un pobre niño descalzo lo descubre entre unas cañas de cuyos pequeños pies su roja sangre le mana, seguro que por pisar en el camino una zarza. Muy presto el bueno de Juan se desata sus sandalias y al niño de pies descalzos con rapidez se las calza, mas viendo la diferencia entre su pie y la alpargata toma al niño de los brazos y lo monta en sus espaldas. Así atraviesan el río, y mientras pasan el agua al niño sus tiernos pies con el agua se les lavan, se siente alegre y feliz pero no dice palabra; y Juan sigue su camino como quien no lleva carga pero el sendero se empina, la cuesta ya no es liviana, el cansancio y el sudor dejan seca su garganta. Desde allá en el horizonte, donde las cumbres más altas, |
el castillo
de Gaucín a los dos los contemplaba. Un trecho más de vereda es todo lo que les falta para llegar a una fuente en donde su sed saciarla. Teniendo mucho cuidado al niño lo descabalga y al lado de un algarrobo de la calor lo resguarda, sentado sobre una piedra y bajo sus frescas ramas. Acercándose a la fuente sediento y muerto de ganas por humedecer sus labios sus ambas manos llenaba con el hilillo que cae de donde el agua brotaba, y antes de beberla él al niño le da la cara para ofrecerle que beba de un agua tan fresca y clara. El Niño ya no es el niño, el niño que antes dejara al lado del algarrobo bajo de sus frescas ramas, el niño se ha transformado en figura sobrehumana. En Él todo resplandece, es una luz que se irradia y hasta parece que el sol en ese lugar se apaga. Juan Ciudad no lo comprende, y el Niño, que una granada con una cruz en lo alto sostiene sobre su palma, para a Juan tranquilizar con estas palabras le habla: «Te llamarás Juan de Dios y tu cruz será Granada», y al poco desaparece cual nubecilla de nácar. Repuesto de la sorpresa Juan reanuda su marcha y sin tregua ni respiro llega a la ciudad nombrada donde comenzó a ganar tanto mérito y tal fama por hacer tan grandes cosas con gentes desamparadas, con enfermos y con locos, con los dolidos del alma, a los que siempre asistía, a quienes les ayudaba con lo que iba pidiendo por sus calles y sus plazas, que en mil seiscientos noventa nuestro Santo Padre el Papa subiera hasta los altares al que todos ya rezaban. Pues en Gaucín, a este santo y a Aquél que lo iluminara, se veneran desde el día en el que él mismo llegara a la ermita que aún existe en el castillo del Águila y se acercó hasta el altar con una imagen sagrada que del Santo Niño Dios a nuestro pueblo donara. Un hecho que sucedió de una forma inusitada al poco de aquel encuentro que en la Adelfilla pasara. Y todo lo aquí narrado no ocurrió en tierras lejanas, sino que allí en mi Gaucín que emerge de las montañas e invita a la Serranía a mirar por sus ventanas a los cielos y a las tierras que se ven en lontananza hasta traspasar la mar y se pierden por el Atlas. Y es allí, en mi Gaucín, en esa mi tierra amada, en dónde existe un lugar que la Adelfilla lo llaman, y dónde San Juan de Dios encontró lo que buscaba: ganarse la vida eterna entregando cuerpo y alma a los que más lo precisan, a los que no tienen nada. |