Romance a las bodas de oro de Salvador y Pilar


Si yo supiera escribir

como escriben los poetas

escribiría versos largos

o minúsculos poemas;

usaría las metáforas

junto a la prosopopeya,

y otra retórica varia

para que al leerme vieran

lo puesto que estoy en el verso

y cómo domino el tema.

Pero solamente puedo,

y lo hago a duras penas,

ir formando las palabras

uniendo letra con letra,

para tratar de explicar

lo que el corazón secreta:

es decir, el sentimiento

que me corre por las venas,

que se aleja de lo lírico,

y se acerca a la epopeya.

Por eso escribo romances:

porque sin darme ni cuenta

me salen las ocho sílabas

que llevan rima incompleta,

y sirven para contar,

de muy sencilla manera,

las cosas que nos suceden

ya sean malas, ya sean buenas.

   Y ésta que aquí hoy me ocupa

es de las mejores de ellas,

pues se trata de contaros,

de forma sutil y escueta,

que Salvador y Pilar

han completado cincuenta,

cincuenta años de unión

formando ejemplar pareja,

unidos en matrimonio

por la Santa Madre Iglesia.

   Pero si nos remontamos

al tiempo que juntos llevan

debemos de señalar

que ya son más de sesenta,

que son los años cumplidos

por éste que esto os lo cuenta;

pues empezó aquel tonteo

el día en que yo naciera,

y así hasta ahora ha llegado

de forma pluscuamperfecta.

   Y la vida de una y otro

nunca estaría completa

si no se une el noviazgo

a toda su peripecia;

que allá en Gaucín comenzó

cuando el mayor Molineta

enamoró sin remedio

a la Valdivia pequeña.

Y empezaron a salir,

a dar paseos sin tregua,

pocas visitas al baile,

mucho rosario y novena,

que era la forma más santa,

la mejor manera era,

de acercarse sin pecar

a quien querías por dueña,

aunque ambos corazones

junto a la sangre bulleran;

además era un buen modo

de gastarse pocas perras,

que no abundaba el dinero

ni en bolsillo ni en cartera.

   En aquellos comenzares,

según dicen ciertas lenguas,

los celos tendrían la culpa

de alguna que otra pelea

por culpa del boticario,

o por culpa de la inglesa,

que los dos enamoraban

sin que se lo propusieran.

   En los muchos ratos muertos

de que dispuso en la tienda,

Salvador estudiaba leyes

para acabar la carrera,

y, mientras tanto, Pilar

acumulaba vivencias

para ser esposa y madre

y una magnífica abuela,

pues esto mejor se aprende

teniendo la buena escuela

de la vida en la familia

que tanto a todos enseña.

   Estrenaron un despacho

en la misma Plazoleta

y, aunque los vi cabalgar

sobre una motocicleta,

me parece que el trabajo

dejaba pocas pesetas;

como querían casarse

se retomó la estrategia,

y de nuevo a hincar los codos:

“que la obligación aprieta”.

   Recuerdo que a la Adelfilla,

donde cuenta la leyenda

que el Niño Santo enseñó

a Juan Ciudad la vereda,

fuimos como peregrinos

las familias de él y de ella,

para juntas dar las gracias

del alcance de la meta.

   Y poco tiempo después

llegaría la gran fecha:

un 25 de enero,

en una mañana fresca,

se prometieron amor

y fidelidad eterna.

   Fue tanto el empeño puesto,

y tanta la diligencia,

que al tiempo justo llegó

el fruto que tanto alegra

en forma de un niño hermoso

que nos trajo de cabeza:

por la mañanas Felicia

y por las tardes Josefa,

para que lo disfrutaran

por igual las dos abuelas.

   Había que mejorar

y el concurso se los lleva

del lugar en que nacieron

al pueblo de Valdepeñas,

con Pilarilla muy chica

pero tan guapa y colleja

que entre las niñas del pueblo

nunca le faltó niñera,

pues todas se la rifaban

como a un muñeco de feria.

   Papaundo y Mamaunda

fueron dos palabras nuevas

que en ese pueblo jienense,

antes de ir a la escuela,

aprendieron los chiquillos

de forma clara y certera,

referidas a personas

de las que en verdad son buenas,

entre las muchas del pueblo

que tan bien los acogieran.

Y que levante la mano

quien no pisó aquella tierra

para pasar unos días,

una semana o quincena,

o el tiempo que hiciese falta

en otoño o primavera,

pues a todo el que llamó

siempre le abrieron la puerta.

   Allí nacería Maite,

tan menuda, tan ligera,

que es difícil de asociar

con la magnífica atleta

a la que hoy conocemos

corriendo tantas carreras:

por las calles, por los montes

y por caminos de piedras;

que no corre por ganar,

y no gana por si piensan

que deja en un mal lugar

a los que corren con ella,

así es de noble esta niña,

y por ello tan dilecta.

   Los niños se harían mayores,

las perspectivas estrechas,

lo que obligó a la mudanza

junto a la calle Maestra,

para ampliar horizontes

y buscar nuevas fronteras,

más trabajo y más oficios

y también más noche en vela.

Si con eso no bastaba,

se echarían horas extras

en el puesto de trabajo

o donde el alma se llena,

repasando en el despacho

o con la gente extranjera.

Trabajar y trabajar

en la casa o donde fuera:

catequesis a las niñas

de nuestro padre Poveda;

por los fines de semana

no lloréis ni tengáis pena

que se quedarán con ellos

hasta que los padres vuelvan;

los domingos, ya sabemos…

el almuerzo y la merienda.

   Ya estoy hablando de nietos

sin que me lo propusiera,

y es que en esto de escribir,

aunque el lector no lo crea,

nos pasa como en la vida

que el pulso se te acelera,

sin que se pueda evitar,

cuando el final ya está cerca.

Y vas buscando en tu mente,

apoyado en la experiencia,

el modo de concluir

sin que se note o parezca

que ya tienes que acabar

porque te faltan ideas.

Algo que lejos está,

pues tengo más que materia

para seguir abundando

en las dichas y las penas

de este par de tortolitos

con una vida tan plena

que tanto tiempo después

de darse el sí en la iglesia,

muy bien podemos decir,

de forma llana y sincera,

que, a pesar de los pesares,

que a toda pareja afecta,

siguen amándose tanto

como aquella vez primera,

cuando se dieron un beso

allá en los años cincuenta.

   Seguro que los que viven

muy cerca de las estrellas,

están saltando de gozo

viendo como se celebra

por los que estamos aquí,

apegados a la tierra,

estas bodas tan doradas

cual si de brillantes fueran.

   Seguro que desde allí,

ellos muy bien que se acuerdan

de cuánto los consolasteis

cuando tenían tristezas,

de cómo, con más o menos,

compartisteis la mesa,

y cuando estaban enfermos

os tuvieron siempre cerca.

   Seguro que todos ellos

junto a vosotros se alegran

de ver que ya habéis llegado,

con humildad, sin soberbia,

a otra etapa de la vida

que en este instante comienza.

 

Teodoro Martín de Molina.

Jaén-Granada, 28 de enero de 2013.