Teodoro Martín de Molina

Teatro romano

 

 

Tenían el tiempo tasado. No podían entretenerse si no era con motivo justificado. Así, tras la visita al Coliseo, exhaustos, se pararon en la primera trattoria que se toparon. Un rico plato de pasta con ensalada acompañado de una generosa cerveza belga fue suficiente para reponer fuerzas y continuar su periplo por la capital italiana. Su siguiente objetivo era la Basílica de San Clemente. De camino rodearon el parque del Monte del Opio. Ambos decidieron esperar en él y descansar, qué mejor lugar podían escoger que éste con tan significativa denominación para un pequeño relax, antes de continuar el camino hacia la iglesia.

Se encontraba el parque próximo a la basílica. Allí esperarían hasta el momento en el que ésta abriera sus puertas para poder visitar de una tacada tres épocas históricas distintas, las que muestran cada uno de sus niveles: desde el templo de Mitra y las catacumbas de los siglos IV y V, hasta una iglesia del siglo XII que se encuentra al nivel de la Via de San Giovanni in Laterano. Un viaje en el tiempo sin salir de la basílica.

De los diez días que disponían para visitar Roma y Florencia, ya casi habían cumplido la mitad y todavía les quedaban por visitar muchos lugares que llevaban anotados en su particular guía de la ciudad. Él con su cámara a punto para captar el detalle más característico o el más escondido, el que suele pasar desapercibido para el ojo poco avezado, del lugar en cuestión. Ella consultando los detalles a tener en cuenta sobre la historia o la leyenda del monumento a visitar.

Ambos llevan tanto tiempo viviendo en el norte de África que el mimetismo propio de la especie humana ha hecho que sus rasgos característicos hayan ido sufriendo cierta transformación, haciéndolos más parecidos a los congéneres con los que llevan viviendo ya tantos años. Ella cada día se asemeja más a una Nefer de pelo recogido y él, si no fuese por su indiscutible acento de las tierras del norte, podría pasar perfectamente por cualquiera de los que en sus apellidos suelen llevar el prefijo Ben.

Al llegar al parque, dudaron entre tumbarse en el precario césped que había en el lugar o tomar asiento en uno de los bancos a la sombra de un árbol abundoso en hojas. Las reticencias de ella a ocupar el mismo lugar por el que suele transitar tanto perro y donde suele vivir tantísimo bichito, les hizo decidirse por el banquito metálico con láminas de madera en asiento y respaldo.

La vieron aproximarse lentamente. Era una señora de aspecto peculiar. Parecía sacada de una escena de cualquier película de Fellini, fuera de época pero que encajaba perfectamente en el contexto. Frisaría ya los sesenta o poco menos. Una rebeca casual descansaba sobre sus hombros ocultando en parte una blusa vaporosa de un rojo tenue, una falda negra plisada justo al nivel de las rodillas y zapatos de tacón bajo componían el atuendo de la mujer que paso a paso se acercaba hasta ellos. Llevaba el pelo recogido en un discreto moño del que sobresalía una especie de pluma de ave exótica. Unas pequeñas gafas de montura metálica dejaban traslucir unos ojos melosos con una mirada propia de persona algo despistada. Llevaba un enorme bolso del que sobresalían unos papeles que constantemente sacaba de su interior, los ordenaba, repasaba, los volvía a ordenar y a colocar en el interior del bolso. Era una operación mecánica que repetía con una frecuencia casi espasmódica.

Cuando se encontró junto a ellos, antes de tomar asiento en el mismo banco, les saludó, añadiendo alguna frase más, en un italiano fácilmente entendible para los dos españoles debido a su perfecta vocalización y al uso de vocablos cultos, lo que hacía que se ajustasen más a un castellano del mismo nivel.

Ella, la chica española de perfil egipciaco, pertinaz estudiante de todas las lenguas modernas, vio el cielo abierto y una oportunidad para practicar su incipiente italiano, del que ya llevaba un tiempo estudiando en su lugar de residencia.

─¿Lleváis muchos días en Roma? ─Preguntó la señora con el propósito de entablar conversación con los dos jóvenes.

Ella, la chica, en un italiano bastante entendible para la señora, le explicó que estaban prácticamente desde hacía una semana y que, por desgracia, ya pronto deberían dejarla para visitar Florencia, pero que después volverían antes de emprender el regreso al norte de África.

─Vuestro aspecto es acorde con el lugar de procedencia, pero habláis español. Cosa extraña.

Él, el chico, en español con alguna pequeña incursión en el vocabulario italiano, hizo una breve síntesis, cual si se tratara de una crónica periodística, sobre sus avatares en los últimos años.

─Muy interesante ─exclamó la señora tras oír el breve relato─. Resulta curioso, han venido a sentarse en el mismo banco en el que yo lo suelo hacer todas las tardes para repasar estos papeles ─les dijo al tiempo que señalaba los que sacaba y volvía a colocar en su bolso constantemente─ ¿Qué tienen previsto visitar esta tarde? ─Se interesó por los planes de la pareja.

El joven, más dado a explayarse, le expuso el motivo de su descanso en el parque y su intención de visitar la basílica de San Clemente en cuanto abriera, al tiempo que aprovecharían dicha visita para esquivar la lluvia de todas las tardes, de la que unas amenazadoras nubes ya estaban dando aviso de su proximidad.

            ─Bello espacio para visitar, bellísimo. Pero, ¿no han pensado en visitar la Domus Aurea? Es uno de los lugares menos conocidos y más bellos de la ciudad. Está muy próxima de donde nos encontramos.

            Ellos habían pasado, en su paseo por el parque, cerca de la Casa Dorada de Nerón, la que se hizo construir el incendiario emperador para su disfrute personal después de su gesta y que, posteriormente, otros emperadores fueron diezmando para hacer nuevas construcciones: Coliseo, Termas, Templo de Venus…

            ─La pena es que no conozco su horario ─se lamentó la señora─, pero, un momento, allí me ha parecido ver a un municipale. Seguro que él nos puede informar.

            Con inusitada rapidez se levantó del asiento, dejando en el mismo el bolso con sus papeles; y, elevada sobre la punta de sus pies tratando de hacerse más visible, comenzó a hacerle señas con ambos brazos al policía romano hasta que éste reparó en ella. Entonces éste, sin ningún tipo de prisa, comenzó a aproximarse hasta el banco en el que se encontraban la pareja y la señora. Los jóvenes se preguntaban con la mirada por lo que estaba sucediendo, pues, la verdad, no entendían muy bien el repentino interés de la señora porque visitaran un lugar que ellos ya habían visto por fuera, conocían algo de su historia y no tenían anotado como un punto a tener en cuenta en su visita a Roma.

            El policía se aproximaba con andar parsimonioso. Diríase que apenas doblaba las rodillas o flexionaba sus brazos por no producir la más mínima arruga en su inmaculada vestimenta. Era su andar tan suave que ni tan siquiera una mota de polvo del camino osaba posarse sobre el negro abetunado de sus zapatos, tan impecables como el uniforme. Cuando estuvo junto a la señora, ella le explicó –bueno, se inventó─ que la joven pareja estaba interesada en visitar la Domus Aurea, pero que no conocían el horario de apertura y cierre.

            ─Por favor, ¿puede usted decirnos el horario del monumento?

            ─Excúseme, señora ─dijo el policía con voz un tanto afectada─, mas, dentro de mis cometidos no entra el que yo tenga que ser conocedor de los horarios de los distintos monumentos de la ciudad.

            ─¡Cómo que no! ─Exclamó la señora no dando crédito a lo que acababa de decir el policía─. Pero, entonces, ¿no forma parte de sus funciones aspecto tan fundamental, para mantener alto el buen nombre de nuestra ciudad, como el facilitar información a los extranjeros que nos visitan?

            ─Pues no, señora, no ¿o debo de llamarla señorita? No es ésa una de mis labores como policía. Además, imagínese que tuviese que conocer los horarios de todos los monumentos de la ciudad, ¿y por qué no el de todos los parques públicos? ¿O el de todas las pizzerias? Por el amor de Dios, comprenda señora…

            Una comunicación a través del walky del policía interrumpió su perorata acerca de las tareas que no podría cubrir, simplemente porque resultaría imposible llevarlas a efecto.

            ─¿Acaso un profesor de la universidad está obligado a conocer el nombre de todos los alumnos de la misma, o el de todos los demás profesores tan siquiera? ─Quiso apostillar el policía para terminar, después de atender la llamada de la central o de otro compañero.

            ─Probablemente no, pero al menos conocerá los de sus alumnos ─replicó la señora de inmediato─, algo a lo que, al parecer, usted no alcanza.

            ─Por favor, señora, escúcheme, que hoy estoy aquí y mañana en la parte opuesta de la ciudad, entiéndame, por Nuestra Señora ─respondió el policía con pocas esperanzas de ser comprendido─. Y, excúsenme, pero me comunican por radio que hay un problema en el parque y he de acudir a tratar de solucionarlo. Parece que un gitana está molestando a una pareja de turistas ─dijo con cierto retintín─. Acepten mis disculpas, en cuanto solucione el asunto vuelvo y trataremos de ayudar a esta pareja de españoles tan simpática. Seguidores de “La Roja” ¿cierto? Yo de la azzurra. ─Sin dar tiempo a más respuesta ni pregunta se fue a paso ligero mientras se ajustaba la gorra que se le había deslizado un poco sobre el lado derecho.

            ─¡Increíble, inverosímil! ─Se mostraba indignada la señora, haciendo continuos movimientos de cabeza, de izquierda a derecha y viceversa, que casi estuvieron a punto de dar con la pluma de ave por los suelos─. No es posible que se haya marchado de esta manera. Dice que va a solucionar un problema cuando aquí no ha sido capaz de darnos una simple y sencilla respuesta a una demanda tan minúscula y de tan poca complicación. ¡Increíble, inverosímil! ─Repetía una y otra vez la indignada señora ante la atónita mirada de los dos españoles─. Hoy, a cualquiera le ponen un uniforme y lo envían a patrullar por la ciudad sin que estén preparados ni en lo más elemental. Muy buena presencia, muy buen envoltorio, pero huecos por dentro. Apariencia, todo se vuelve apariencias. Gobernantes de cirugía plástica es lo que tenemos y quizás sea lo que nos merecemos.

            La joven estaba a punto de levantarse y, tras inventarse cualquier excusa, abandonar el banco y la compañía de la señora italiana que ya la estaba poniendo un algo nerviosa. Su compañero la asió de la mano para que permaneciese en el banco. Aunque no estaba seguro de que la conversación entre los italianos volviese a retomarse, pues la marcha del policía le había parecido una huida más que otra cosa, le había entusiasmado la diatriba mantenida en su presencia entre señora y policía, y no estaba dispuesto a perderse la segunda parte, si es que la hubiere. Ella le retiró la mano y lo miró con aire circunspecto como preguntándole el motivo que lo retenía allí. Él, subiendo ambas cejas a un mismo tiempo, le señaló hacia el lugar por el que de nuevo se veía aproximarse al policía.

            ─Pensábamos que ya no vendría, que se había marchado para no volver –le dijo la señora al policía cuando ya estaba segura de que podía oírla─, porque hoy en día el servicio que prestan los servidores de lo público, por desgracia, deja mucho que desear.

            ─Mil disculpas, señoras y señor ─dijo el policía al llegar─. Yo soy un hombre de honor que además se debe a sus muchas obligaciones ─ahora le hablaba a la señora italiana─, y éstas me han hecho tener que acudir de manera inexorable a la indicación de un compañero, mi honorabilidad la pongo de manifiesto desde el momento en el que, como pueden comprobar, de nuevo, como les había anunciado, me encuentro ante ustedes para tratar de ayudar a estos jóvenes españoles. Seguidores de la campeona del mundo y de Europa ¿verdad?

            Al joven español se le escapó un casi imperceptible “yo no soy mucho de fútbol, pero…” Ahora fue su compañera la que mediante un leve codazo le hizo callar de inmediato. Ambos se aprestaron a ver cómo solucionaban policía y señora el tema del horario de los monumentos romanos, o el de la cosa pública, que no sabían por dónde derivaría la conversación.

            ─Una vez resuelto el asunto por el que fui reclamado ─continuó el policía sin prestar mucha atención a lo que balbució el joven español─, me he pasado por la Domus Aurea y he visto que el horario de visitas es sólo por la mañana. Así que, sintiéndolo mucho, he de comunicarles que hoy no podrán realizar dicha visita.

            ─¡Por fin! ─Exclamó la señora─ ¡Por fin, ha hecho usted algo que merezca la pena! ─Continuó─. Ya con eso se ha ganado usted mi estima y la de esta joven pareja, ¿verdad que sí? ─Preguntó a la pareja que, algo confundida, no sabía qué responder, de tal modo que él pareció asentir, mientras que ella puso cara de preguntar a su vez ¿y a mí qué?─ ¿Y en qué ha quedado el asunto de la gitana molestosa? ─Inquirió directamente la señora al policía.

            ─Era Gizzella. Gizzella no es una gitana cualquiera. La conocemos desde toda la vida, desde el día en que sus padres la abandonaron, precisamente, en la entrada principal de la Domus Aurea. El compañero que me dio el aviso es nuevo en esta zona y aún no la conoce, por eso la confundió con una de ésas que suelen dar la lata a los turistas por estos alrededores. Aunque antes les he dicho que he pasado por la Domus Aurea y he visto el horario, no ha sido así, discúlpenme, fue Gizzella la que me dijo el horario, ella, en cierto modo, es la cicerone de todo el forastero que pasa por aquí. Quizás usted misma, si es asidua de este parque, la habrá visto en más de una ocasión ─se dirigía a la señora de pluma multicolor en la cabeza─. Es la gitanilla de pelo rubio ensortijado. La de ojos grises y mirada triste como ovejilla que no encuentra su aprisco. La que le lee la mano a todo aquél que se presta a ello, en el idioma que sea. La que ayuda al despistado que se mueve por aquí. La que nunca pide nada a cambio. Es un ángel que alguien de allá arriba nos ha enviado a este parque para que nunca tengamos nada que temer.

            ─Ah, sí, verdad, ya sé de quién me habla. Siempre me ha llamado la atención su peculiar forma de vestir: sus gráciles faldas repletas de flores de todos los colores que hacen que al andar parezca que no posara los pies sobre el suelo, como si fuese levitando sobre el césped o sobre la tierra o las baldosas del camino, envuelta en un manto de pétalos. Pero la verdad es que no sé si estamos hablando de la misma gitanilla, pues yo, a veces, la he visto con la misma vestimenta pero tenía el pelo negro y ojos color oliva.

            ─Sí, no me extrañaría si me dice que también ha visto a la gitanilla con largas trenzas y ojos celestes que esconden una tímida mirada detrás de sus largas pestañas rizadas. Gizzella se nos puede presentar de muchas y variados aspectos externos pero siempre, en su interior, es la misma.

            ─¿Y dice que la abandonaron sus padres? ─Inquirió la mujer atraída por la historia de la gitanilla.

            ─Sí, eso es lo que se cuenta de ella. Es una historia muy triste ─dijo el policía con cara compungida─, adornada con algo mágico que a todos los que la conocemos nos intriga y nos subyuga, pero en la que no queremos entrar por no romper lo maravilloso que se encierra dentro del relato que se ha ido construyendo a su alrededor.

            ─Algunos dicen que es húngara ─intervino aquí la señora─, otros hablan del Kurdistán e incluso de la India, ¿qué hay de verdad en todo ello?

─También su procedencia tiene un halo de misterio ─hizo una pausa el policía antes de dar comienzo a un relato que cada vez parecía interesar más a los que lo oían─. Parece que durante la guerra de los Balcanes, en un pequeño pueblo bosnio apareció un escuadrón, los llamados de la muerte. Reunieron en  la plaza a todas las familias y prendieron fuego a las viviendas con sus enseres dentro. En presencia de los padres, en primer lugar pasaron por las armas a todos los muchachos del pueblo. Se disponían a llevar a cabo el fusilamiento de las niñas, todas se acercaron al pelotón asidas de la mano, entre ellas Gizzella, todas de edades muy parejas. En el momento en el que iban a dispararles a las pequeñas, Gizzella se puso delante de los soldados y se encaminó decidida hacía el pelotón que se aprestaba a descargar su metralla contra las niñas. Ninguno de los soldados disparó una sola vez. Gizzella fue conduciendo a todas por entre el pelotón hasta el sitio en el que aún estaba en llamas una de las viviendas. Todas penetraron por lo que quedaba de la puerta de entrada y, al instante, cuentan que las vieron abandonarla por la puerta que daba al jardín trasero siguiendo el camino que, no se sabe bien en cuántos días, las condujo hasta este lugar en el que también el fuego tiene su parte de responsabilidad para que hoy sea lo que es. Lo que el fuego hizo renacer aquí fue el lugar elegido por los hados para traer a ésta niña que hoy mora cerca de la puerta de entrada de la Domus Aurea.

─¿Y qué fue de las otras niñas? ─Preguntó la señora con avidez por conocer más sobre la historia.

─Gizzella es todas a la vez ─respondió el policía ante su cada vez más expectante auditorio─. Las vieron salir a todas ─continuó con una voz más débil, fruto de la emoción que le embargaba─, pero, al ir saliendo del infierno en el que se había convertido el pueblo, todas las chiquillas se fueron fundiendo en una sola. Dicen que cada vez que Gizzella volvía la cara para despedirse de sus padres, el rostro que podían ver era el de cada una de las niñas: una de ojos azules y pelo rubio ensortijado, otra de tez morena y ojos verdes, una tercera pecosa con nariz respingona y trenzas larguísimas, la cuarta con un tic característico que le hacía subir alternativamente cada una de las cejas convirtiendo sus inmensos ojos melados en más inmensos todavía, la siguiente de tímida mirada casi escondida detrás de unas hermosas pestañas rizadas...


            Cuando el relato estaba alcanzando su clímax, la lluvia comenzó a caer a modo de orvallo para, de repente, en pocos minutos, adquirir la intensidad de una tormenta mediterránea, algo que obligó a los comediantes y a los turistas a abandonar el parque: unos en busca de otro escenario romano, los otros en pos de la historia de la ciudad.

  

  

Granada, septiembre de 2013.