Teodoro Martín de Molina

"TIEMPOS DIFÍCILES"

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"Manuel estaba terminando de colocar los productos de droguería que acababa de sacar de una de las cajas, cuando vio a través del escaparate la fornida figura del menor de los Velasco. Inevitablemente, a pesar del aviso que le había enviado su mujer con la criada, un cierto desasosiego se apoderó de él. Lo vio avanzar cruzando la plaza lentamente con su mono azul y el fusil colgado a modo de escopeta de caza en el hombro derecho. La mano del mismo lado asida a la correa del fusil, en la otra un cigarrillo encendido, que con frecuencia se acercaba a la boca, dejaba una pequeña estela de humo casi imperceptible. Un gorrillo de color caqui, caído un poco hacia la izquierda, le cubría casi toda la cabeza, por la parte derecha del gorrillo su abundante pelo castaño se dejaba ver de modo ensortijado. Antes de llegar a la tienda se cruzó con su hermano mayor e intercambiaron algunas palabras, pocas. Probablemente serían las últimas consignas o recomendaciones respecto a su misión. Quizá el mayor de los Velasco le recomendaría al pequeño tratar, si no con amabilidad, al menos de forma no demasiado brusca al empleador de su novia.

            De los dos hermanos, Francisco era el que más se parecía a la madre, tanto en las facciones como en sus acciones, era el más influenciado por las extremistas ideas maternas. Ella le había inoculado todo el veneno que tenía guardado en su interior desde mucho tiempo atrás y él lo había absorbido poco a poco dispuesto a derramarlo todo de golpe sobre aquellos que no comulgasen con sus ideas.

            Manuel dejó de prestar atención al joven miliciano y, haciendo acopio de toda la calma de la que era posible, continuó colocando ordenadamente cada producto en el lugar adecuado.

            —¡Salud! —La potente voz del Velasco sobresaltó a Manuel que estuvo en un tris de caer de la escalera de tijeras de cuatro peldaños en el segundo de los cuales se hallaba subido para colocar lo que acababa de recibir—. No pierda usted el tiempo en poner las cosas con tanto orden, Manolito —dijo el nombre del propietario de la tienda con una mezcla de sorna y de desprecio."

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"Después de la procesión que de forma inesperada se había desarrollado desde la ermita del patrón hasta la iglesia, la gente se había refugiado en sus hogares a la espera de que el santo obrase un milagro y los que estaban presos quedaran en libertad.

—Algo parecido a eso que vas canturreando le he oído yo tocar a doña Paquita en el piano, ¿qué es? —preguntó Juanita al muchacho.

—Una copla de las que solemos bailar cuando van los músicos al cortijo. No sé si es una polca o un vals. Pero es muy divertida. ¿Te gustaría bailarla conmigo mientras te la tarareo al oído? —le insinuó un más que atrevido Vicente.

—Tú estás… —le respondió Juanita al tiempo que se llevaba su dedo índice a la sien y lo hacía girar.

—Puede ser, pero no por invitarte a bailar. Loco estaría si no lo hiciera estando como estamos los dos aquí solos y teniendo toda la calle para nosotros.

 Aún estaba hablando cuando se acercó a la muchacha y tomándole la mano derecha con su izquierda se la llevó al pecho y la otra mano se la pasó por la cintura, suavemente la atrajo hasta él y comenzó a silbar la misma canción que iba tarareando al tiempo que la llevaba de un lado a otro de la calle haciéndola girar al son de las notas que salían de su boca convertida en ocasional instrumento de viento. Juanita se dejó llevar por el muchacho sin oponer resistencia de ningún tipo. Lo mismo que le había ocurrido por la mañana comenzaba a sucederle ahora. Mientras bailaba se sentía flotar en las nubes y, aunque no era muy diestra a la hora de bailar, Vicente la llevaba con tanta suavidad que se sentía ágil como una pluma a la que mueve el viento de un lugar a otro sin que pueda oponerse a lo que el protegido de Eolo hace con ella. Así, sin apenas darse cuenta, de pronto se encontraron frente al portal de la casa de doña María".

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"A poco de empezar a subir esa pendiente ya comenzaron a oír todos, condenados y milicianos, el toque a duelo de las campanas de la iglesia. Ninguno de los componentes de la comitiva podía imaginar a qué se debería el doblar de las campanas, pero todos los condenados lo percibieron como un mal augurio referido a su destino.

—Hoy las campanas doblan por nosotros los inocentes, quizá no esté muy lejano el día en que esas mismas campanas doblen por vosotros — habló en voz alta don Fulgencio al poco de apercibirse realmente de que las campanas de la iglesia, las campanas de su iglesia, estaban tocando a difuntos.

—Cierra el pico, pajarraco, si no quieres que te lo selle yo para siempre —le respondió con malos modos el que iba al frente de la expedición montado a caballo.

—Como se dice en el Evangelio: no te temo por nada, porque, tú que te crees tan poderoso, podrás matar mi cuerpo, pero no podrás matar mi alma —contestó don Fulgencio a las palabras amenazantes del miliciano.

—Si no te dejo tieso aquí mismo es porque quiero disfrutar viendo cómo lo vas a pasar hasta que te llegue el momento. Va a ser un camino largo y tortuoso el que vas a tener que cubrir. Al menos en eso te vas a parecer a tu jefe supremo, que también dicen las pasó canutas hasta que lo crucificaron —fue la respuesta del miliciano a la alusión al Evangelio por parte del sacerdote.

Sería con don Fulgencio con el que más se ensañarían los milicianos que acompañaban a la cuerda de reos camino del lugar en el que iban a ser ejecutados. Tanto los que iban a caballo, como aquellos que los acompañaban a pie, no desperdiciaban ocasión para mofarse de él. Como le había dicho el miliciano, su camino hasta llegar frente al pelotón de fusilamiento sería un auténtico calvario, en el que no faltarían las caídas por propia inercia o propiciadas por alguno de los milicianos que iban al lado; y no serían tres como las de Jesús, sino treinta o trescientas."

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"Era noche de luna llena y el cielo estaba despejado. Las estrellas, junto a la luna, iluminaban todo el contorno del pueblo con sus dos majestuosos extremos: por el este los restos de la fortaleza árabe y por el oeste la montaña mágica. Bajo la bóveda del cielo estrellado, a lo lejos se divisaban las tierras africanas desde donde decían que llegarían los liberadores del país, un grupo de los cuales ya estaban divisando algunas de las viviendas del pueblo donde, en unos casos sus habitantes los recibirían como tales y en otros casos como los probables verdugos de sus vidas o de sus libertades. La tensión propia de todo asalto se palpaba en los gestos y ademanes de casi todos los componentes del grupo, bueno de todos menos de los presos liberados que poco tenían que perder, todos se habían librado de una fuerte condena, así que poco les importaba el peligro que pudiese suponer tomar una nueva plaza. Además, en la mayoría de los casos no habían encontrado resistencia alguna y apenas si habían tenido que hacer uso de sus armas. Descansaron bajo las encinas todo lo que pudieron y antes de amanecer el jefe del grupo dio la orden de ponerse en marcha. En vez de avanzar sigilosamente para tratar de sorprender al enemigo, lo hacían de forma ruidosa y precedidos de disparos de advertencia para aquellos que intentaran hacerles frente en su decisión de tomar la localidad. Bajaron rápidamente la ladera que tanto trabajo les costó subir a los once en su camino hacia la muerte y, en pocos minutos ya estaban dando vista a las casas traseras del pueblo. Los de la avanzadilla al mando del sargento marroquí al entrar en el pueblo vieron la figura de un muchacho que salía de una de las bocacalles.

—¡Alto ahí! ¡No ti muevas! —se dirigió con voz aflautada pero más que perceptible el sargento al muchacho que acaba de asomar su cabeza por la esquina de la calle.

—¡UHP, camarada! —respondió el muchacho a lo que le había dicho el sargento mientras seguía avanzando.

—¡Hi dicho qui no ti muevas! ¡Alto ahí!

—¡UHP, cama…!

El joven no pudo volver a terminar su saludo. Una ráfaga de disparos proveniente de los más adelantados del grupo acallaron para siempre la voz de Roberto, el hijo de don Zacarías el farmacéutico del pueblo. Sería Roberto la primera de las víctimas inocentes provocada por los liberadores."

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"Según lo previsto por la sentencia, al amanecer de la mañana siguiente don Telesforo fue sacado de la cárcel y conducido a la tapia del cementerio donde sería fusilado con Alfredo como testigo. Los sollozos y lamentaciones del maestro de escuela, que tanto había hecho por el pueblo, se fueron oyendo a lo largo de todo su último recorrido por este mundo.

El triste lamento de don Telesforo echó de sus camas a muchos vecinos, entre ellos al más querido de sus alumnos, un chiquillo de unos doce años que a través de los cristales de la ventana de su dormitorio, contempló con los ojos llenos de lágrimas el último paseo de su maestro.

Alfredo, paralizado, contemplaría por última vez la frágil figura de don Telesforo de espaldas a la tapia del cementerio y cara al sol naciente, cruel paradoja.

Antes de que le vendasen los ojos al compañero se cruzaron sus miradas. No pudo menos que rememorar las lágrimas de Sancho antes de morir don Quijote. Él no podría darle el consejo que el escudero le diera a su amo porque, a diferencia de don Quijote, don Telesforo no estaba cometiendo la locura de dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le matase. A él, al contrario que a don Quijote, eran otras manos, que nada tenían que ver con su melancolía, las que le iban a arrebatar la vida.

Tras oír los disparos y ver caer al amigo en la fosa que acababan de hacer entre los dos, supo que parte de su vida también se la arrancaban esos mismos disparos."

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