Teodoro Martín de Molina
 
VIVIR PARA TI

Llevaba toda la vida entregada al hijo, a su único hijo.
    Enviudó joven, no había cumplido aún los 25. Una vez se marchó el marido hubo de ingeniárselas para sostener a la familia que, casi recién formada, se había quedado sin cabeza. La enfermedad y los gastos del sepelio se llevaron el poco dinero que habían podido guardar en los escasos tres años de matrimonio.
    El día en que le dijo la misa de difunto, al cumplirse el mes de su muerte, el sacerdote aceptó como limosna de culto las últimas diez pesetas que Ascensión guardaba. Iba con el pequeño Dieguito que a duras penas podía seguir los ligeros pasos de la madre, siempre con su erguido caminar.
    Acababa de cumplir los dos años y no dejaba a la madre ni a sol ni sombra. Ella, para que le permitiera hacer las faenas propias o en casa de las señoras a las que acudía a diario, le dejaba un par de monedas de 10 céntimos con las que el niño se entretenía jugando a lo que veía en los mayores: la cuarta pared, las charpas, cara o cruz... El angelito se distraía ganándose a sí mismo y perdiendo consigo mismo una de las dos monedas. Procuraba que fuese su otro yo al que normalmente le tocara perder la moneda, después la recuperaba y… vuelta a empezar. Diversiones de niño, pensaba la madre.
    Tuvo que dejar el entresuelo en el que vivían de alquiler cuando el casero le requirió el pago de la tercera mensualidad que le adeudaba. Tras mucho pasear y no poco subir y bajar escaleras, encontró acomodo en casa de unos señores en labores de cocinera. Fue difícil convencer a la señora, nada dispuesta en un principio; mas tras buenas dosis de lágrimas de viuda indefensa con un hijo a cargo, permitió que en el cuarto de servicio que le había sido asignado pudiese permanecer éste. Respecto a la manutención del niño llegó a un acuerdo con la dueña de la casa para que disminuyera unos reales del sueldo semanal; en ocasiones cambiaba los reales por unas horas de plancha, pues la encargada de tal menester era una señora con achaques y los trapos se amontonaban en más ocasiones de las deseadas.
    Después de que el niño dejase de ir asido al faldón de la madre, don Fernando, el señor de la casa, un abogado de prestigio en la ciudad, le consiguió la portería de uno de los edificios que él administraba. Junto al portal de entrada le habilitaron un par de habitaciones con cocina y altillo y un diminuto retrete, éste apartado, bajo el hueco de la escalera. Ésa sería la vivienda definitiva de madre e hijo: inhóspito lugar transformado por sus hábiles manos en una coqueto hogar donde todo el que pasaba tenía cabida y era obsequiado con un rato de conversación. Los sábados y domingos volvería al domicilio de los señores para que los hijos mayores del matrimonio no dejasen de degustar los platos tan exquisitos a los que Ascensión los tenía acostumbrados.
    Dieguito a su paso por la escuela aprendió poco a leer y escribir, algo de aritmética y mucho en los truculentos usos de las monedas y los naipes donde jugarse los cuartos que, de una u otra manera, conseguía de la madre. Cuando ésta no estaba dispuesta a dárselos, él recurría al pequeño hurto de los escasos fondos maternos para que nunca le faltase el metal con el que apostar con los compañeros y los niños del barrio en juegos de azar en los que, casi siempre, perdía y, algunas veces, se recuperaba, porque ganar, nunca ganaba.
    El tiempo pasaba. Ascensión iba envejeciendo a pesar de no tener edad para ello, mientras a Dieguito le quedaba chico el diminutivo: ya no era tan niño e iba creciendo en estatura y en habilidad para conseguir, del modo que fuese, el contenido del monedero materno o el documento de identificación necesario para tener acceso a su cartilla de ahorros. Cuando la madre se apercibía del hecho siempre, con tono conciliador y bastante desesperanzado le preguntaba al hijo: «¿Para qué apresurarte en tener lo mío, si todo será para ti el día en que yo falte?» Él nunca respondía pero sisaba una y otra vez de los ahorros de la madre que en gran medida provenían de la escasísima pensión de viudedad que don Fernando, el abogado en cuya casa trabajó de cocinera, le consiguió tras no pocas dificultades con la administración. «Eso porque el señorito tiene mano en casi todas partes que si no…» se encargaba de recordarle la esposa de don Fernando a Ascensión cada vez que ésta iba por su casa a echar una mano en lo que fuese menester.
    De su bello rostro de joven ya sólo se le apreciaba cierto brillo en el azul transparente de sus vivarachos ojos. Sus piernas, las manos, la espalda…, todo su cuerpo iba adquiriendo aspecto de una vejez prematura debido al incesante trabajo que desarrollaba para el diario vivir del hijo y de ella, y el pozo sin fondo en que se había convertido la afición de Diego por los juegos de azar. Una más que perceptible chepa sustituyó a la erguida espalda, el andar se le volvió cansino, los dolores en las rodillas los soportaba porque no quedaba más remedio, las grietas que le salían en las manos surcadas por los jabones y las frías aguas del invierno, trataba de restañarlas con crema de aceite y limón, las grietas mejoraban pero las deformaciones de los nudillos y falanges era imposible devolverlas a su estado original.
    Desde que descubrió el cupón de los ciegos no faltaba día en el que Diego, al salir del trabajo, no invirtiera en ellos las propinas que los escasos clientes del bar le habían dado. Como tuvo la “fortuna” de recibir un premio de segunda categoría al poco de aficionarse a tan inocente juego, pronto se vio invirtiendo las propinas, gran parte de su sueldo y los ahorros de la madre en el cupón y en las quinielas. «De ésta semana no pasa», le repetía a la madre todos los viernes, todos los días. «Ya verás cuando seamos millonarios», trataba de engatusarla con sus vanas ilusiones. Y un día tras otro, una tarde de domingo tras otra, la madre iba recogiendo las tiras de cupones no premiados y los paquetes de quinielas con menos de doce aciertos que el hijo dejaba sobre la mesa. Desafortunadamente, Diego alimentaba su ilusión con algún que otro reintegro y alguna quiniela con premio menor.
    Cuando veía que el monedero estaba con telarañas y que un nuevo ataque a la cartilla de ahorros podría levantar las sospechas del empleado de la caja, recorría todos los rincones de la casa buscando a ver dónde tenía la madre lo que había cobrado ese día después de limpiar las escaleras del edificio de enfrente, de lavar la ropa de la familia del tercero, de planchar la de doña Carmen –la señora del militar retirado que vivía dos calles más abajo–, de hacerle los recados a la señora impedida del piso C de la segunda planta, de cocinar en casa del abogado, o del mendigar diario por casa de los conocidos donde recogía un puñado de céntimos para alguna necesidad imperiosa que le había sobrevenido. A veces, cuando lo sorprendía buscando en todos los lugares más insospechados, la madre le decía que el día que ella faltase se llevaría la gran sorpresa, que no tenía que andar con esas ansias, que ya le llegaría el momento en que todo volviera a ser suyo. Entonces del faldón sacaba su faldriquera y ponía en la desesperada mano del hijo el dinero que éste necesitaba para acercarse a la esquina y conseguir una nueva tira de cupones o hacer su apuesta.
    Todo tiene un límite y esta vida terrenal, por suerte, también lo tiene. Ascensión descansó en paz para siempre una tarde de verano después de haber recorrido en su diario peregrinar las distintas viviendas en las que tenía faena contratada. Al traspasar el umbral de su casa le sobrevino un soponcio y fue a caer en los brazos del hijo que estaba esperándola para tomar prestado el dinero que trajera y correr a comprar el último cupón de ese día. Al contemplar la lividez de su rostro, le pareció ver una sonrisa dibujada en el fondo de sus ojos y acercó su oído a las últimas palabras de la madre: «Ya ha llegado el momento, todo lo que he guardado durante estos años es para ti y nada más que para ti. Búscalo en el baúl». Las monedas que llevaba apretadas en el interior de su puño rodaron por el suelo cuando la vida se le escapó y sobrevoló su espíritu la pequeña estancia que hacía las veces de recibidor, salita, salón, comedor y dormitorio de invitados. Diego la recostó en el balancín donde ella se solía sentar para descansar.
    Necesitó hacer un esfuerzo para recordar dónde se encontraba el baúl. Desde que ayudó a su madre a subirlo hasta el altillo habían pasado tantos años…
    Al altillo, habilitado como mínimo desván, se accedía por una escalera de madera que llegaba a la trampilla que hacía de disimulada puerta del habitáculo. La escalera estaba colocada en la pared, detrás de la puerta de entrada. La apoyó en las hendiduras de la viga contigua a la portezuela y subió de dos en dos los peldaños. «Nunca me dio por buscar aquí, quién iba a imaginar que ella podría subir por esta empinada escalera», pensó mientras quitaba el cerrojo que sostenía la trampilla fija al techo. Una vez en el desván, abrió el ventanuco que daba al patio interior y comenzó a rebuscar entre los pocos trastos que cabían en tan angosto lugar. De pronto sus ojos se toparon con el baúl. Era de tamaño mediano y sus finas paredes, creía él, nunca habían guardado nada más allá de los muy ajados jerséis de un invierno para otro. Al aproximarse comprobó que tenía la llave echada. No se entretuvo en bajar a buscarla, de un fuerte tirón consiguió vencer la débil resistencia del arca, y la cerradura cedió junto al trozo de madera en la que estaba clavada. Sus ojos no daban crédito a lo que tenía ante sí: el baúl se encontraba repleto de pequeñas talegas preñadas a reventar. Palpó su contenido, no le cupo la menor duda, allí estaba guardada todo la herencia que su madre le había dejado y a la que en tantas ocasiones se refirió diciéndole que no tuviese prisas, que todo sería para él. De pronto, ante esta visión, sintió remordimientos y miró hacia abajo a través de la abertura del techo que hacía de entrada al desván y se topó con el rostro tranquilo de la madre, que parecía bendecirlo desde su asiento de muerte. Hizo ademán de bajar y volver junto a ella, acompañarla, pero su deseo por ver con sus ojos lo que guardaban aquellos pequeños saquitos que en muchas ocasiones había visto coser a la madre, fue más fuerte que el instinto recién surgido de hijo agradecido.
    Todas las taleguillas estaban perfectamente ordenadas y las miró una y otra vez. Las volvió a palpar en varias ocasiones, antes de decidirse a descubrir todo lo que su madre había ido guardando para él. Comprobó que uno de los pequeños sacos era de distinto color a los demás, estaba colocado en el centro del baúl y tenía algo escrito. Lo tomó con cuidado y se aproximó a la luz del ventanuco para leer lo que ponía. «Hijo mío, abre éste antes que los demás, es mi último deseo», pudo leer escrito sobre la tela con la inconfundible caligrafía titubeante de la madre. Con gran nerviosismo se aprestó a quitar el nudo corredizo que cerraba la boca del saquillo, tras el nudo un papel escrito se interponía sobre los pequeños fajos de billetes que guardaba en su interior. Se le iluminaron los ojos ante tal visión. Desplegó el papel y leyó: «El contenido de esta talega lo he estado reservando por muchos años para cuando llegara esta hora. Quiero que lo uses para los gastos del entierro, no deseo serte gravosa. Todo lo demás es tuyo».
    Miró al baúl e hizo un rápido cálculo de cuánto podría contener. Ya más le parecía cofre de tesoro que baúl guardarropas. Contó lo que había en el saco del escrito, el de la última voluntad de su madre, le pareció que habría suficiente para un sepelio más que decente. Teniendo como referencia esta primera cantidad, mientras sumaba y multiplicaba se fue acercando al baúl.  Tomó uno de los sacos al azar y el azar se mostró ante él. Al abrirlo cientos de cupones no premiados de viejos sorteos se quedaron mirando a los ojos de sorpresa e incredulidad de Diego. Abrió otro y en esta ocasión fueron boletos de las quinielas jugados años tras años los que se esparcieron por el suelo. Así uno tras otro fue abriendo todos los saquitos en los que se iban alternando los cupones y las quinielas. Siempre, como si de un sorteo se tratase, ansiaba que del próximo salieran los tan esperados billetes de curso legal. Pero sólo había los aparecidos en el primero de los sacos, los que ella quería que se emplearan en su entierro. Volvió a mirar hacia abajo y le pareció apreciar un rictus de sonrisa burlona en el ya casi rígido rostro materno.
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