... “Al poco de oírse las detonaciones, Vicente se despidió de sus padres y se encaminó hacía la taberna de la tía Petra. Felipo se había quedado con la mosca tras la oreja después de lo que había dicho el hijo sobre los tiros y salió con él a la puerta. Antes de llegar a la taberna se comenzaron a oír gritos provenientes de la Chumberilla. En vez de subir a la tasca se dirigió hacia donde se oían los gritos. La imagen era aterradora: la Engracia lloraba desconsoladamente ante el cuerpo de su marido que yacía boca arriba en medio de un charco de sangre. El marido de la Engracia era uno de los que se había acogido al decreto sobre los que no tenían las manos manchadas de sangre pero, por lo visto, él las tenía manchadas de la de sus propios compañeros. Parece que el Cañonero les había encargado dar un golpe a él, al de «Salobreña» y a otro más. El golpe tuvo éxito y cuando volvían a la cueva que les servía de escondite, sabedores de la medida de gracia decretada por el gobierno, planearon quedarse con el botín y abandonar el maquis. El de «Salobreña» y el marido de la Engracia estaban de acuerdo, pero no así el tercero. Viendo que la salida era difícil, ¡cómo se iban a presentar ante el cabecilla a riesgo de ser delatados! Acabaron con la vida de su compañero y después hicieron lo planeado y ambos corrieron igual suerte. En vez de escapar a algún sitio en el que encontrarlo fuese al menos más difícil, el marido de la Engracia volvió a su casa, al lugar en el que los mismos que lo mataron habían hecho guardia, más de una vez, mientras él pasaba un rato con su mujer. Decían que cuando oyó los golpes en la puerta, rápidamente se imaginó quienes eran los que los daban y trató de huir por las chumberas del barranco abajo, pero allí lo estaba esperando otro que fue el que le descerrajó los cuatro tiros a quemarropa. Después advirtieron a la mujer, ya viuda, que no gritase hasta que pasara un buen rato, si lo hacía antes le esperaba la misma suerte que a su marido.” ... “Cayó enfermo y fue a refugiarse en el cortijo González, que pertenecía a un tío suyo. El tío, bajo el pretexto de ir a buscar las medicinas necesarias, salió del cortijo por la tarde, al volver traía las medicinas y una patrulla de la guardia civil que esperó en las inmediaciones del cortijo hasta que el tío del Cañonero y su mujer salieron del cortijo con sendos cántaros en las manos, era la señal convenida. El Cañonero fue apresado, sin oponer resistencia, en el catre en el que sudaba la calentura. Atado de pies y manos fue echado sobre uno de los caballos de los civiles como si se tratara de una fanega de grano. Lo condujeron hasta el cuartel de Avigró. En los pocos días que estuvo en el cuartel fue reconocido por gran cantidad de personas que de una u otra forma habían tenido contactos con él. En una libretilla que usaba como agenda o diario, llevaba anotados nombres, fechas y hechos que hicieron más fácil la labor indagatoria de la guardia civil. Hasta algún vecino de pocos ánimos, como el caso de José «el Lechero», fue conducido entre hipidos al cuartel para que lo reconociera. El contacto que este buen hombre había tenido con el Cañonero fue el de fumarse un cigarro con él en una ocasión que se paró mientras cargaba una cántara en uno de sus burros, ni se identificó ni el bueno de José sospechó nada de nada, entre otras cosas porque él ¿por qué iba a sospechar de un hombre que solamente le había pedido fuego? Cuando el Cañonero
ya había superado la fiebre, lo llevaron en un camión hasta
un barranco cerca del Puerto Alegre. Lo bajaron del camión y le
dijeron si conocía bien aquella zona, agachó la cabeza asintiendo
y oyó que uno de los civiles le dijo: |