Portada de "Cascarabitos"  
CASCARABITOS. Fragmentos del capítulo V

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“La tía Petra estaba detrás del mostrador como en las mejores ocasiones: su vestido negro, algo pardo pero oliendo a limpio que daba gusto, protegido por un delantal gris oscuro cruzado por unas leves líneas de un gris más claro; el pañuelo negro, brillante, y bien sujeto por debajo de la barbilla, escondía el rodete postizo hecho con su propio cabello que, como casi todas las mujeres de su edad, se fue fabricando con el que en el transcurso de los años había ido perdiendo, ¡cómo echaba de menos la larga trenza que al cumplir los veintiuno vendió a los quincalleros!; los pómulos coloreados de un tono rojizo, para ello no había tenido que echar mano de afeite alguno, era el tono natural de su piel en esa parte del rostro;  y con un cigarro de churrasca entre sus delgados labios. Cuando vio entrar a Vicente se colocó la mano en la mejilla en ademán de dolor:

—Ya sabes hijo, cuando me duelen las muelas me tengo que echar unas chupaditas de churrasca para aliviar el dolor. Ya ves tú, a mí no me gusta fumar pero, ¡qué tendrá la puñetera churrasca que entre el humo y el saborcillo que te deja en la boca a mí me alivia mucho el dolor de muelas! —le dijo la tía Petra a Vicente nada más éste cruzar la puerta de la calle.

—No, si por mí puede usted fumar tanto si le duelen como si no le duelen las muelas. Cuando se le acabe el cigarro yo le lío otro si quiere, que conmigo no tiene usted que disimular.

—¡Fíjate las cosas que dices! Bien sabes tú que yo no puedo fumar tan seguido, yo sólo lo hago por lo que te he dicho. Anda, entra a la cocina que ahí están los de los conejos —invitó la tía Petra a Vicente al tiempo que cambiaba la conversación sobre el tabaco. Ella no tenía nada que disimular, pero tampoco le gustaba que los parroquianos incidiesen en demasía sobre su gusto por lo prohibido―. Ya llevan un rato desollándolos. Lo que no sé es quien va a poner el aceite, porque yo tengo la cántara en las escurriuras

—El aceite lo pone el hijo del capitán Pérez, yo traigo una cabeza de ajos y unos pimientos secos.

—¿Es que ha venido Antoñín? Entonces mañana temprano tengo que ir a coger unos chumbos, si es que quedan.

A la tía Petra le encantaba que Antoñín, el hijo del capitán Pérez, viniera al pueblo. Los días que pasaba allí de vacaciones con sus padres, todas las mañanas se acercaba a su taberna y, si era tiempo de ello, lo invitaba a chumbos  y le daba un plato para su madre. Antoñín se lo pasaba pipa viéndola pelar los chumbos con su navajilla y observando como, casi sin darle importancia, se echaba una copita de aguardiente o anís después de haber ingerido de un solo bocado uno de los chumbos que estaba pelando, acción que repetía en varias ocasiones, siempre sin pasarse. «¡Qué bien sienta esto por las mañanas temprano!» Le repetía al muchacho al tiempo que le animaba a que se tomase una copita, pero una nada más que todavía era muy jovencito. Además le decía algo sobre lo bueno que era acompañar los chumbos con el aguardiente para evitar los tan temidos atranques que en ocasiones producía la ingestión de chumbos. Si Antoñín, para enrabiarla, le decía que después no se lo comentase a su padre, la tía Petra se enfadaba e incluso se entristecía por haber pensado eso de ella, él tenía que volver a contentarla haciéndole ver que aquello sólo era una broma.

Antes de que Vicente entrase en la cocina ya habían llegado Nicolás y su melguizo junto a Juan «el de la Blanca», que traían otro par de cabezas de ajos y unos orejones de tomate para ir preparando el refrito de los conejos.

Los cuatro se metieron por detrás del mostrador para ir a la cocina. La tía Petra se quedó con los codos apoyados en el mostrador entre las volutas de humo que impasiblemente subían hasta el cañizo de la habitación y con la mirada fija en las dos mesas que esperaban la llegada de los abonados habituales dispuestos a jugarse unas perras al monte o a tomarse un mediílla de vino mientras echaban su partida de rentoy. “

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